miércoles, 12 de junio de 2013

Mejillones en escabeche.

Que era un faltoso cuando me emborrachaba no era ningún secreto. Pero hoy tenía motivos para hacerlo, definitivamente. Tenía motivos, y tenía excusa. Mi excusa era el premio que Liam se negaba a soltar, ni siquiera para que los demás lo cogiéramos, simplemente por satisfacer la curiosidad de saber cuánto pesaba. Y el motivo... el motivo estaba bastante claro. Los días que me había tirado en casa como un ermitaño lo demostraban.
Crucé (me hicieron cruzar, más bien) el umbral de la puerta acordándome de la familia de todos los que se habían regodeado en mi dolor. Era sorprendente que aún recordara cosas.
Recordaba a los de The Wanted metiéndose con nosotros, a los periodistas bombardeándonos nada más salir, felicitándonos por el premio que Liam no soltaba y tratando de aislarme para sonsacar el verdadero significado de las palabras que había dicho antes de entrar... y todo eso no hacía más que alimentar una ira que se envalentonaba y crecía como la espuma de una cerveza a causa del alcohol. 
Los chicos consiguieron llevarme hasta arriba, aunque pude distinguir que Zayn estaba peor que yo. Lo habían dejado tirado en el sofá y le habían dicho a Noe que bajo ningún concepto saliera de su habitación,  pues no querían que lo viera en ese estado y se asustara. Mi amigo estaba coqueteando con el coma etílico, y yo le estaba robando atención, pero es que las cosas no podían funcionar así. 
Necesitaba pillar un buen ciego. Uno de los que no se olvidan. Uno que te hace agradecer el despertarte en la cama a la mañana siguiente, a pesar del dolor de cabeza equivalente a que te pase un tren industrial de 20 vagones por ella, porque ese dolor significa que estás vivo y que has sido más fuerte que la mierda que te entró, o tú mismo metiste, en el cuerpo. 
Necesitaba emborracharme y recordar qué era la felicidad, aquello que se había convertido en una palabra desde el día en que la razón de mi existencia me dejó, hacía ya más de una semana. Me sorprendía la capacidad que tenía de aferrarme a la vida con uñas y dientes y seguir respirando a pesar de estar totalmente vacío por dentro. 
Me desnudé y ni siquiera me molesté en ponerme el pijama. Con los calzoncillos me bastaba, llevaba sin notar frío mucho tiempo, demasiado. De hecho, era yo el que llevaba el mayor invierno en su interior.
Y, por supuesto, que dormía como un tronco una vez me emborrachaba tampoco era un secreto. Siempre atontado, acunado por lo que había bebido, me iba muy lejos durante unas horas, y nada podía despertarme. Lo cual sería perfecto, pues el tener a una chica en casa, una que no fuera la mía, durmiendo en una cama con otro chico, no me podía sentar nada bien al corazón.
Sin embargo, la noche se hizo bastante más larga de lo que yo pensaba que iba a serlo realmente. Me desperté varias veces sin aliento, como si acabara de llegar de correr una maratón, para moverme un poco y volver a dormirme. Me dolía el cuello de forma ardiente, y no sabía a qué se debía.
Hasta que me acordé de que todavía la llevaba encima.
La chapa.
La pequeña chapa con su nombre, el mío, y la fecha en la que empezamos a salir.
Me incorporé en la cama y encendí la luz. Los tatuajes parecían brillar con luz propia, absorbiendo como agujeros negros todo lo que pillaban. Ensuciando mi piel.
Sonreí en mitad de la noche, solo en mi cama, porque ella seguía allí de alguna manera; yo lo sabía, sabía que cada vez que pensaba en ella era como tenerla a mi lado, aunque mucho más doloroso, porque no podía estirar la mano y tocarle el hombro, o acercarme y decirle al oído que la quería, muchísimo, para que ella respondiera con un ronroneante yo también, amor.
Amor. Nadie me había llamado así jamás. Y la palabra encajaba tan bien...
Acaricié el colchón vacío a mi lado, donde tantas veces había dormido, donde habíamos hecho el amor, nos habíamos reído e incluso habíamos llegado a llorar con alguna película. Ella siempre decía que estar cerca de mí la ponía sentimental. No había llorado con Titanic, pero cuando yo me emocioné con una película española a la que estuvo poniendo subtítulos en inglés dos noches seguidas, yendo a clase sin apenas dormir, ella también se echó a llorar.
Había sido tan bonito que renunciara a hacer una de las cosas que más le gustaban en este mundo, dormir, por conseguir que yo entendiera algo de lo que me había traído...
Recordé cómo se acurrucó contra mí, con los ojos brillantes, mientras yo colocaba el portátil en mi vientre, daba unos golpes a la almohada para mullirla, y cómo le pasé el brazo por los hombros. Con toda naturalidad. 
Estar con Eri era tan fácil como respirar.
No. Era respirar. Y ahora que ella no estaba, no sabía por qué seguía haciéndolo.
-¿Eri?-me oí en mis recuerdos, mirando el hueco de mi cama, mientras en mi cabeza ella estaba allí tumbada.
-¿Sí?
-Te quiero más que a nada en este mundo.
Me miró con aquellos ojos enormes, marrones como el chocolate, el manjar de los dioses, y ahí supe que no podría querer a otra. Que nadie podría llegar nunca a ser tan importante y especial como era ella. No sólo era mi novia, también era mi mejor amiga, mi compañera, la persona en la que yo podía confiar, mi alma gemela...
... y la había traicionado, había destrozado su confianza y había hecho añicos aquel castillo de cristal perfecto en el que habíamos ambientado nuestra  relación.  Había batido un nuevo récord: la había alejado de mí yo solito. Aquello tenía mucho mérito.
-Yo también te quiero más que a nada en este mundo-sentí su mano acariciando mi mejilla, orientando mi rostro hacia el suyo, posando sus labios delicadamente en los míos.
Joder, Louis, ¿qué has hecho?
Suspiré, me pasé una mano por el pelo y me mordí el labio. Deseé tener la fuerza suficiente como para hacerme sangre, pero a esas horas intempestivas de la noche el simple hecho de tener los ojos abiertos ya era un trabajo de ingeniería con el que la NASA competiría difícilmente. Me levanté, toqueteando la chapa colgada de mi cuello (no pensaba quitármela, si no lo había hecho cuando rompimos había  sido por algo), a modo de esperanza de que las cosas tal vez volvieran a su lugar, como una cadena se cerraba cuando colocabas en su posición correcta el cierre, me puse el pijama y bajé lentamente las escaleras tras atravesar en absoluto silencio el pasillo. Dentro de la casa apenas había un ruido, como si alguien hubiera conectado una máquina que lo absorbiera.
Apoyando primero la punta del pie y luego el pie completo en el escalón siguiente, bajé las escaleras como un cazador. De haber tenido un arco y flechas, bien podría haber pasado por Katniss Everdeen, la de los Juegos del Hambre, aquella película que había ido a ver con mis hermanas antes de conocer a la razón de mi existencia. La tal Katniss era una verdadera máquina, disparando y derribando pájaros según levantaban el vuelo, y habría apostado la cabeza a que llegaría lejos de no ser porque la tenían confinada en un pueblo minero del que no podía salir... sólo para combatir contra más de 20 chavales hasta matarse. O rebozarse entre las rocas con su novio. Lo cual venía siendo lo mismo, al fin y al cabo, las cosas se acababan, y seguramente la muerte auténtica fuera más limpia y menos dolorosa que por la que yo estaba pasando.
Con los sentidos prestando atención al máximo, logré escuchar ruidos provenientes de la cocina. Miré a ambos lados, descubriendo salientes de los muebles que de día tendrían forma y color nítidos, buscando un arma. Por eso Niall estaba tan empeñado en que nos hiciéramos con una alarma: había mucha gente que nos odiaba y que buscaba hacernos daño. Y entrar en casa a asesinarnos por la noche mientras dormíamos, a nosotros, a los demás, o incluso a nuestras chicas si se trataba de un fin de semana, era una buena forma de herirnos.
Cogí un cenicero de Zayn, sin importarme en absoluto que se me manchara toda la mano y se me pusiera de color gris triste. Como arma serviría bien, sobre todo si pillaba al ladrón por la espalda y le abría la cabeza. Podía alegar defensa propia y largarme de rositas.
Pero, ¿y si lo tenía de frente? ¿Si le daba en la cara surtiría el mismo efecto? Tal vez sólo se quedara inconsciente y así ganara tiempo para llamar a los chicos y decidir qué debíamos hacer con él.
O tal vez fuera más rápido que yo, tuviera uno de nuestros cuchillos en la mano, y me abriera en canal sin que yo pudiera hacer otra cosa que intentar darle patéticos golpes con mi patética arma.
La idea de estar tirado en el suelo impoluto de la cocina mientras mi sangre teñía el blanco de carmesí tampoco me desagradaba tanto. Total, ¿para qué me seguía funcionando el corazón, si por la  que latía no quería saber nada de mí?
Decidí que lucharía por los chicos, por las fans, por la cantidad de proyectos que teníamos en marcha. No podía morir ahora, justo cuando íbamos a empezar el tour. Definitivamente tendría que salir vivo de mi combate; herido puede, pero jamás muerto. No tenía tiempo para eso, aunque una parte de mí, y no estaba seguro de lo fuerte que podía ser esa parte, tuviera ganas.
Tomé aire varias veces y me asomé despacio a la puerta de la cocina.
Una silueta femenina se recortaba contra la luz de la luna que entraba desde la ventana, mientras la pequeña de las españolas terminaba de cortar pan para hacerse un bocadillo.
Entré directamente en el haz de luz y dejé el cenicero encima de la mesa. Me miré la mano; la tenía negra. Levanté la vista, miré a Noe, que seguía ocupada con su aperitivo nocturno, y me acerqué al fregadero. Mientras abrí el grifo, pregunté:
-¿Un antojo?
-Sí-suspiró, desanimada, abriendo una lata. Me giré para ver si necesitaba ayuda (mamá me había dicho siempre que debía abrir las latas en casa cuando no estaba ella si mis hermanas querían algo, hasta mi madre era machista, fíjate que cosas), pero la pequeña se las alegraba bien sola.
Me sequé la mano directamente en los pantalones y fui a por una botella de agua de la nevera. La resaca había movilizado a sus tropas y en breves cargaría contra mí. Tenía que prepararme, y el agua era el mejor aliada que podía tener.
-¿Tú no podías dormir?
-Me he despertado un par de veces y ahora estaba pensando mucho.
Asintió con la cabeza mientras yo jugueteaba con el pequeño colgante. Tenía nuevo amuleto; ahora ya entendía por qué Harry no se quitaba los suyos. Me lo metí en la boca inconscientemente y empecé a mordisquearlo, disfrutando de su sabor como quien disfruta de un helado de su sabor favorito en el día más caluroso del verano, en medio del desierto del Kalahari.
Noe colocó con precisión milimétrica los mejillones en escabeche que estaba  sacando de la lata dentro de las dos rodajas de pan. Se metió uno en la boca, chupándose los dedos, y continuó con la tarea. Varias veces levantó la vista para mirarme un par de segundos, no muy segura de si debería invitarme o debería decirme que me fuera por si estaba poniendo cara de asco. Aunque la verdad era que me gustaban los mejillones, nunca se me había ocurrido hacerme un bocadillo con ellos. Me pregunté qué tal estaría, y se me hizo la boca agua. Bebí un trago despacio, sin apartar la vista de ellos.
Giró la lata y me la acercó despacio, poniendo especial cuidado en no derramar ni una sola gota del líquido naranja. Me había guardado el último.
-Gracias-dije, estirando el brazo. No sabía por qué me había sentado al otro extremo de la mesa; no estaba muy seguro de si era porque no quería ponerme cerca de ella, quería dejarle espacio, o quería tener espacio yo para torturarme.
La imité: cogí el mejillón con dos dedos y me lo metí en la boca. Mastiqué despacio, aprovechando al máximo la carne y disfrutando del escabeche. Cuando volví a mirarla, Noe estaba metiendo también unas pocas aceitunas y unas lonchas de anchoa en su bocadillo. ¿Dónde se suponía que iba a meter toda esa comida?
La solución era evidente. Tenía que comer por dos.
-¿A Harry no le daba la gana o simplemente tenías miedo de que le diera asco?-pregunté, yendo a las alacenas a por un poco de pan de molde. Joder, es que el escabeche estaba muy rico. Mejor aprovechaba y mojaba un poco de pan en él, estirando al máximo mi aperitivo.
-No quería despertarlo-se encogió de hombros.
Tal vez tuviera miedo de cabrearlo. Recordé que a Eri y a mí no nos pasaba lo mismo; una vez incluso ella me había despertado con un almohadazo expresamente porque tenía sed y le aborrecía bajar a la cocina a por un vaso de agua.
-¿ESTÁS MAL DE LA CABEZA, O ALGO?-le grité cuando me despertó. Había encendido la luz y yo todavía no me había acostumbrado.
-Tengo sed-respondió. Me di la vuelta y le di con el culo.
-Felicidades.
-Baja a la cocina a traerme agua, bestia culona-ladró, dándome una patada y echándome fuera de la cama. Negué con la cabeza y le hice un corte de manga.
-Baja tú.
-No quiero.
-Pues muérete de deshidratación.
-Pues me muero.
-Pues muy bien.
Volví a cerrar los ojos, pero ella empezó a canturrear en voz baja en inglés. Si lo hubiera hecho en español, tal vez me hubiera dormido, pero cuando entendía lo que decía me lo ponía muy difícil para volver a los brazos de Morfeo.
-Eri, nena, son las 5 de la mañana. Haz el favor de cerrar la puta boca y ponte a dormir.
-Pero es que tengo sed.
Me incorporé de un brinco.
-¿QUÉ COÑO QUIERES? ¿AGUA? ¿EH? ¿SEMEN? ¿QUÉ QUIERES?
-Prefiero agua-espetó, mirándome de arriba a abajo. Se detuvo un segundo más de lo estrictamente necesario en mis partes. Y yo no pasé por alto ese hecho, a pesar de que la culpa había sido mía.
-Pues voy a por agua-gruñí, destapándome con chulería y destapándola a ella, y bajé dando pisotones.
Me dijo expresamente que quería agua. Y cuando le subí un vaso me dijo que me había pedido Coca Cola.
-Me cago en tu puta madre-repliqué, bebiéndome el vaso yo. Y se acordó de mi familia. Y yo de la suya. Y así sucesivamente.  Y terminó riéndose y bajando ella misma a por un vaso de agua, y yo la seguí porque no tenía amor propio ni tenía nada. Pero es que me había entrado hambre.
Cosas como aquellas eran de lo que más me gustaba de nuestra relación: nos podíamos estar mandando a la mierda constantemente sin tener miedo a desembocar en una pelea de las gordas. Confiábamos el uno en el otro. Sabíamos tomarnos el pelo y lo hacíamos. Hacernos favores el uno al otro sin tener que decir las palabras mágicas. Por favor.
Recordé cuando estuve en España y me metí en la ducha con ella. Sus padres habían salido a comprar, y ella había conseguido convencerme de que no iba a pasar nada, que no llegarían hasta pasado un tiempo... le tenía mucho respeto a mi suegro, respeto rayano en el pánico, respeto que podía hacerme dudar entre tumbarme en la cama a dormir o ducharme con ella. Pero Eri me había terminado convenciendo.
Y, cuando salió de la ducha y se dispuso a vestirse, descubrió que no había llevado el sujetador.
Chistó mientras revolvía en la ropa, yo ya me había colocado el pijama, y me miró.
-¿Qué pasa?-pregunté, acariciándole los hombros desnudos.
-No he traído sujetador-lloriqueó.
-¿Te voy a por uno?
Era una tontería preguntar, pero al menos me había quedado muy  caballeroso. Qué bonito era todo.
Y más bonita fue la sonrisa de infinito agradecimiento que me dedicó.
-Sí, por favor. Están en el segundo cajón de....
Estiré las manos a ambos lados del cuerpo y meneé la cabeza.
-Ya sé dónde están, Eri.
Una de las comisuras de su boca se elevó en una media sonrisa.
-Louis...
Me giré con el pomo de la puerta en la mano y murmuró:
-Te quiero.
Sonreí, pestañeé y susurré:
-Ya lo sé, nena. Lo estás demostrando ahora mismo.
-Es un placer-recalcó esa última palabra, marcando los dos sentidos- tenerte en casa, Lou, y lo sabes.
Le devolví la media sonrisa y cerré la puerta del baño, dejándola allí dentro, con el vapor del agua y nuestros suspiros aún marcados en el espejo del baño.
Volví a la realidad metiéndome un trozo de pan chorreante de salsa en la boca. Iba a ser difícil repetir experiencias como aquellas. Imposible, más bien. Y sobre todo si era sin ella.
Era increíble lo mucho que podías echar de menos a alguien aunque no hiciera ni un año que lo conocieras.
-¿Cómo va el chiquitín?-pregunté, señalándole el vientre. Me levanté y me fui a sentar a su lado. Le dio un mordisco a su cena tardía y pensó un momento su respuesta, mirándome con el ceño fruncido.
-¿Harry te ha hablado de él?
-Esta mañana-me encogí de hombros, jugando con la botella y metiéndome otro trozo de pan en la boca.
-Creí que no te diría nada. Ya sabes. Por lo de... Eri.
El simple hecho de que tuviera miedo de pronunciar su nombre me dio miedo a mí también. ¿Iba a convertirse en un tabú? ¿O, peor, iba a ser lo único que me quedara de ella? ¿Se iba a convertir en un recuerdo sólo alimentado por unas fotos, unos regalos, y esa palabra preciosa y perfecta?
-Que yo esté mal no quiere decir que no pueda alegrarme por las cosas buenas que les pasan a los demás.
-No estoy muy segura de que Harry piensa que esto es algo bueno.
Si acababa de llamar esto a su bebé, se merecía un par de bofetadas bien dadas. Lástima que no hubiera nadie que pudiera  dárselas.
-Sólo está asustado. No sabe lo que es-me encogí de hombros, aunque una pregunta me cruzó la mente: ¿y tú sí? Que hubiera tenido hermanas pequeñas y hubiera ayudado a mis padres a cuidarlas no me convertía automáticamente en alguien experto en la paternidad.
Tragó saliva y levantó la mirada. Miró el reloj de la pared. La imité. Suspiré, era demasiado tarde para estar despierto, pero no tenía nada de sueño.
-¿Por qué os odiabais?
Si no iba a volver, al menos tenía derecho a saber por qué algunas cosas habían sido como fueron. Noe me miró.
-No nos odiábamos.
-Sí que lo hacíais.
Puede que al principio solo rivalizaran, pero habían llegado a un punto en el que su rivalidad había desembocado en enemistad. Habían llegado a odiarse. A no soportarte. Y necesitaba saber por qué. Por qué había ganado Noe y no Eri cuando Eri era la opción segura, por la que todos habíamos apostado. Por qué era Noe la que estaba sentada a mi lado y no Eri cuando los  dados desde el principio siempre habían apostado por mi chica, no la de Harry.
-Es verdad-sonrió a su bocadillo, que había posado delicadamente sobre un plato para no manchar la mesa. Se frotó las manos. Y supe que se arrepentía muchísimo de haber odiado a Eri. Yo también lo haría de haber sido capaz de odiar a alguien tan perfecto.
Nadie podía odiar al sol. El sol nos daba vida. Así que yo no podía odiar a Eri, ni podía entender que alguien lo hiciera, porque ella me había dado la vida.
-Nos odiábamos porque... nos veíamos venir la una a la otra.
Asentí con la cabeza. Sonaba extraño, pero tenía sentido.

Me estiré en el asiento del coche mientras esperaba a que uno de los semáforos de Doncaster se pusiera en verde. Después de la charla nocturna con Noemí, había vuelto a la cama, pero apenas había conseguido dormir un par de horas más. Me levanté temprano, les dejé una nota a los chicos diciéndoles que limpiaría el piso que había destrozado durante mi convalecencia de mal de amores, y que luego iría a Doncaster.
Esos cuatro cabrones habían terminado convenciéndome. El "No puedo decirle a mi madre que lo he dejado con mi novia, a la que adora más que a su primogénito, y nótese que yo soy ese primogénito" había perdido toda su efectividad. Me lo habían hecho ver así, y Liam había negado con la cabeza cuando le contesté a voces que no pensaba ir a mi casa a Doncaster, que ni loco. Pero, claro, Niall me hizo notar que Stan aún no sabía nada, y se suponía que era mi mejor amigo. No me apetecía una mierda contárselo a nadie más, era aceptar todo lo que había pasado, a mi modo de ver, pero una cosa estaba clara: Eri cumplía con lo que se proponía. No quería verme, y no me vería. Estaba cantado.
Y todo porque yo me negué en redondo a darle una carta que ni siquiera debería haber abierto porque ni llevaba mi nombre.
El semáforo se puso en verde, y pisé a fondo el acelerador, saliendo disparado con el Lamborghini hacia delante. Me iba a costar acostumbrarme a tanta potencia. Era la primera vez que cogía el coche para cubrir una distancia tan grande, y esperaba que todo mereciera la pena. Nada más meterme dentro, posar el culo en la tapicería de cuero, la depresión que parecía haberme abandonado cuando crucé el umbral de la casa que compartía con los chicos en Londres encendió su GPS y me localizó en un único segundo.
No había caído en quién había decidido regalármelo de la misma forma en que tampoco caí que aún llevaba el colgante que Eri me había regalado por nuestro aniversario hasta que casi me ahoga en la cama.
Era pasada la hora de comer, y Doncaster estaba bastante despierta para lo que solía ser cuando yo vivía allí. Seguramente tuviera mucho más turismo, ser el lugar del que tal persona viene conllevaba una serie de derechos de los que mi ciudad gozaba sin problemas. A pesar de ser entre semana, muchos adolescentes iban de acá para  allá por las calles, en grupos, aunque con sus mochilas a la espalda. Volverían de casa al instituto, o los que ya habían acabado las clases, irían a hacer algún deporte o a clases de refuerzo.
Bostecé y giré la calle en la que vivía, pertrechado tras las gafas de sol. Metí el coche en la acera sin molestarme a abrir el garaje, enganché la bolsa de deporte en la que traía la ropa sin mucha convicción, y salí de un brinco.
Ignoré a propósito los gritos de la gente que me reconoció (entre ellos había chillidos masculinos, pero supuse que era más bien por mi juguetito que por el dueño de éste) a pesar de que no iba para nada con mi carácter. Saqué las llaves, las metí en la ranura de la puerta y la empujé con el pie, sin darle apenas tiempo a las cerraduras a abrirse. Me metí dentro y la cerré de un portazo con el talón mientras me quitaba las gafas de sol.
Tocaba fingir que estaba de puta madre.
-Yeeeeeeeeeeeeeeeeeeheeeeeeeeeeee-ladré, aunque si mamá estaba en casa esa gilipollez me costaría una regañina, y eso si estaba de mal humor y no le apetecía cruzarme la cara.
El primero en venir a verme fue el pelo. Decía mucho de mi familia que la primera cosa que viera nada más llegar a casa fuera la bola de pelo.
-Hola, pequeño-murmuré, acariciándole las orejas y esperando a que se tumbara boca a arriba  para acariciarle la tripa.
Escuché el murmullo del sofá mientras alguien se levantaba. Fizzy se asomó a la puerta. Sonrió nada más verme, y yo me pregunté si aquella cría sería gilipollas o algo. ¿Cuántos hermanos tenía? ¿Cuánta gente saludaba de esa manera, y, sobre todo, cuántos tenían esa voz?
-¡LOUIS!-bramó, recordándome cómo me llamaba. Se abalanzó hacia mí y nos tiró al suelo del impulso de su salto. Me había echado de menos, y yo también. Le acaricié el pelo castaño, tan parecido al mío, y la alcé en volandas.
-¡No paras de crecer!
Se echó a reír y me estampó un sonoro beso en la mejilla mientras aprovechaba para engancharse a mi cuello. La estreché entre mis brazos con tanta fuerza que parecía que quería romperla.
Al poco tiempo, las gemelas llegaron corriendo a mi lado. Les besé el pelo, la cara, les acaricié las manos y les pregunté qué tal estaban.
Ya estábamos todos los hermanos; Lottie estaba en la Universidad y no volvería hasta el viernes por la tarde, lo cual me daba un tiempo para preparar una buena excusa. O, al menos, se suponía que no iba a volver hasta el viernes. Sabía Dios si tenía planeado venir a visitar a Stan para echar un polvo rápido y aliviar tensiones de los exámenes, o lo que fuera que hiciera la gente de las universidades.
-¿Y mamá?
-Está comprando.
-Ah.
El 90% de las veces que volvía a casa de Londres, mamá estaba fuera, haciéndose con víveres.
-¿Y papá?-le pregunté a la mayor de las presentes, una vez las gemelas volvieron a la cocina a seguir con los deberes. El semblante de Fizzy se ensombreció.
-Ya se ha buscado otro sitio. Viene bastante, prácticamente todos los días, a vernos cinco minutos y asegurarse de que estamos bien. Es como si no se fiara de que mamá no nos va a cuidar bien.
-Tendrá miedo de que os cambie el nombre-le acaricié la cabeza. Ella  se echó a reír, se puso de puntillas y me besó el cuello. Tal vez hubiera  crecido, pero seguía sacándole bastantes centímetros, lo cual era un consuelo.
Me di cuenta de que probablemente midiera lo mismo que Eri.
Dios.
-Tú naciste para tener este nombre, Lou.
-Ya-me encogí de hombros, tirándome en el sofá, olvidándome por completo de la bolsa-. Pero es que a mi me queda bien todo. ¿Qué ves?-pregunté, señalando la tele. Se encogió de hombros.
-Nada, estaba haciendo tiempo hasta las 7.
-¿Qué pasa a las...?
Alzó las cejas, copiándome el gesto que yo le había copiado a Leonardo DiCaprio en Titanic. Claro. One Way Or Another.
-Ay, amiga-asentí, comprendiéndolo todo.
-¿Quieres echar unas partidas a la Wii?
-Luego, nena. Voy a ver a las gemelas.
-Vale-y se tumbó cual besugo, mirando la tele con aburrimiento, igual que lo haría alguien a quien le preteneciera el universo. Fizzy debía ser legendaria en clase, y más con aquel apellido que llevaba.
-¿Qué hacéis, peques?-pregunté, levantando a Phoebe de su silla, sentándome en ella y sentándola en mis rodillas. Daisy se la quedó mirando, envidiándola. Le acaricié el cuello despacio. Mis hermanas tenían ese efecto de analgésico que tan bien me venía hoy.
-Deberes-respondieron, encogiéndose de hombros.
-¿Los entendéis?
-Sí...-bufaron, no muy convencidas.
-¿De verdad?
-Sí-repitieron, pero esta vez sonaban mejor.
-¿Os ayudo?
-¡Sí!-celebraron. El subnormal de Louis acababa de tener una buena idea. Aquello se merecía una fiesta, o algo.
Me senté a su lado y las ayudé con los deberes de matemáticas hasta que los acabaron. Luego, se pusieron con los deberes de ciencias. Estaban dando la reproducción. Qué casualidad. Podrían preguntarle a Noe por qué se le iba a empezar a hinchar la barriga de un momento a otro.
-Louis-murmuró Daisy, mientras Phoebe escribía con mucho esmero las fases de la reproducción humana.
-Dime, preciosa.
Se sonrojó. Siempre lo hacían, a pesar de que llevaba años y años llamándolas preciosas. Desde que nacieron las llamaba preciosas. A veces me aborrecía demasiado buscar ese pequeño lunar del cuello que Daisy lucía y del que su copia prácticamente idéntica carecía. Era la mejor manera de distinguirlas, pero había cientos de pequeños detalles que sólo un hermano podría apreciar, y eso después de años y años de práctica.
-¿Tú haces esto con Eri?
No me eché a llorar cuando mencionaron su nombre. Sorprendente.
-¿Si hago qué, nena?
Señaló una palabra. Fecundación. La verdad es que no sé qué esperaba, ¿follar, por ejemplo?
Sí, hija, sí, la follaba todas las noches que la tenía conmigo, pero ahora no puedo, porque no la tengo. La vida es muy triste.
-¿La visteis con hijos?
-No.
-Entonces no.
¡Qué mentira! De todas formas, estaba perfectamente excusada: estaban en una edad en la que todavía había que casarse antes de mantener relaciones sexuales. Ya lo irían descubriendo.
Pero tampoco tenían que tener ninguna prisa. Nadie tocaría a mis pequeñas. Nadie las corrompería como yo había hecho con muchas por ahí.
-¿Fizzy?-llamé a la otra, que seguía en la televisión.
-¿Qué?
-¿Has hecho los deberes?
-No-espetó con un tono de voz que dejaba ver claramente que se estaba cuestionando mi buen juicio. Me levanté de un brinco y fui hasta el sofá.
-Pues vete haciéndolos.
-Ay, Louis, ahora no me apetece-gruñó, revolcándose en el sofá y negando con la cabeza. Le cogí la mano y empecé a tirar de ella.
-Vete. A. Hacer. Los. Deberes.
-No. Me. Apetece.
Podía hacer que varios miles de chicas se tumbaran boca abajo e hicieran la croqueta con sólo decirlo. ¿Por qué alguien que compartía mi sangre se negaba a obedecerme, si precisamente era esa sangre la que me proporcionaba autoridad para dar órdenes?
-A mí no me apetece que mamá tenga movida nada más llegar yo a casa. Levántate.
-Eso es cosa mía.
-¿Te castigo yo?
-Tú nunca me castigas.
-Ponme a prueba, desgraciada.
Me miró con unos ojos cristalinos, puros. Cualquiera diría que era capaz de soltar la misma mierda por la boca que soltaba yo. Fizzy era mi copia en versión femenina y un poco más joven.
Me pregunté si todo el mundo (Eri) vería mis ojos como yo estaba viendo los de mi hermana.

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