¿Me creería alguien si
dijera que la esencia de mi presa llegó volando hasta mí, y que
cuando la percibí, me limité a perseguirla como un sabueso? ¿Me
creería alguien si decía que casi había olfateado al ángel y
había seguido su rastro, como un carroñero seguiría el rastro de
sangre, inconfundiblemente procedente de una herida mortal, de un
animal al que le quedaba poco tiempo disfrutando de nuestro mundo?
¿Me creerían si les
decía que había desarrollado dotes más propias de una rastreadora
experimentada que de una runner?
¿O lo achacarían a que
estaba en una simulación?
No lo sabía, y no tenía
interés alguno en averiguarlo. De repente me apetecía terriblemente
estar en la Edad Media, y tener como única arma una espada. La
sangre venía bien en ocasiones. Te hacía fuerte, o al menos eso nos
enseñaban. En nuestro entrenamiento muchas veces nos hacían sangrar
para que nos acostumbrásemos al olor empalagoso de la sangre, a su
sabor metálico, a su brillo escarlata que pretendía competir con el
sol. Nos daba un subidón impresionante ver sangre, casi como le
darían a los vampiros de las novelas que se habían hecho famosas a
principios de milenio, pero era un subidón diferente: el subidón
del que sabe que está a punto de ganar la batalla, y que pugna aún
más por alzarse con la copa tan ansiada y perseguida.
Además, podías hacer
mucho más daño con una espada que con una bala. Las posibilidades
eran infinitas: desde ensartar a alguien, hasta arrancarle un brazo,
pasando por atravesarle la cabeza. Un agujero en el pecho no podía
competir con el fuego que te destrozaba por dentro. Y la espada sería
el mechero.
Azuzada por esa esencia
que voló hasta mí, esencia que se parecía en exceso a la sangre,
apreté aún más el paso. Ahora ya no estaba entrenando: estaba en
una caza en toda regla, y me preparaba para luchar. Mi corazón latía
enloquecido, pero ya no era de cansancio, sino de rabia, e, incluso,
lo contrario a lo primero: expectación. Ansia. Deseo.
Casi lujuria.
Estaba enloquecida,
apenas era capaz de reconocerme a mí misma.
Y por eso me lancé a la
carrera con más ímpetu de lo que había hecho en mi vida: porque
por una vez era completamente Kat, había olvidado a Cyntia, ella se
había quedado atrás, muy lejos. El personaje y la historia que se
escondía detrás de aquella piel de hombros limpios, sin un solo
tatuaje, se había desvanecido en el aire, y ahora lo sustituía la
esencia que yo estaba persiguiendo.
Kat sería fuerte.
Kat destrozaría.
Kat vencería.
Kat sería eterna
mientras Cyntia se perdía en la oscuridad, cada vez más y más
pequeña, pegándose más y más a la pared y deseando fundirse con
ella. Llegaría un momento en el que lo conseguiría.
Y ese momento podía
ser, perfectamente, este.
No lo pillé
desprevenido. Era imposible. Primero, porque era un ángel, y
segundo, porque era una simulación. Se suponía que las cosas habían
de ponérseme difíciles, al menos ese era el trato. Yo sufría mil y
una heridas para aprender a curarlas, y luego despertaba viendo que
estaba intacta e ilesa. Así sería más fácil que llegara de una
pieza a casa el día en que los juegos de guerra se convirtieran en
batallas de verdad.
Estaba de pie, ante mí,
con las alas desplegadas, contemplando un gran salto al vacío que no
haría más que cargarle la fuerza de sus preciosos y monstruosos
miembros, esperando a que llegara. En el fondo deseaba la batalla
tanto (o más) que yo.
Mis pulmones se llenaron
de aire, mis ojos enloquecieron y se cegaron con su visión. Ahora
sólo tenía al ángel frente a mí, todo lo demás se había
desvanecido, y tardaría mucho tiempo en volver.
Me llevé la mano a la
espalda, y comencé a deslizar la pistola con una mueca asesina en la
boca, semejante a la sonrisa de un lobo. Estudié a mi enemigo
mientras éste aún me daba la ventaja de darme la espalda. Había
mirado al suelo, auscultándome por el rabillo del ojo y decidiendo
que no era lo suficientemente buena como para merecer que se girara.
Pobre. No sabía lo que le esperaba.
Reparé en su
constitución fuerte, en su piel oscura, curtida por el sol,
acostumbrada a bañarse en él como lo hacían las antiguas ninfas en
los ríos, peinándose unos cabellos kilométricos, dorados, por los
que miles de chicas estarían dispuestas a matar. Sus brazos estaban
hinchados por un ejercicio que había hecho hacía poco, sus piernas,
tensas. En el fondo no le era tan indiferente como pretendía hacerme
creer. Quería hacerme daño tanto, o más, de lo que yo quería
hacérselo a él. Pero fingía que no era así, para que yo atacara a
lo loco. De lo cual tenía ganas. Muchísimas ganas.
Sin embargo, sabía
contenerme y esperar al momento propicio.
Su pelo, corto y negro,
apenas se dejaba inmutar por la brisa envalentonada de la cima de los
edificios. Estaba allí, quieto, único rastro de la pregunta
inquisitiva que rebotaba en las paredes del interior de mi enemigo.
¿Quién era yo? ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cuánto le llevaría
derrotarme antes de poder largarse para ir un rato con las putitas
que, de seguro, le estaban esperando en casa, tal vez hipnotizadas
para servir sus crueles fines sin rechistar?
¿Podría ser yo una de
esas?
Le quité el seguro a mi
pistola, y lo encañoné.
-Date la vuelta-ordené
con una voz exageradamente de ultratumba. No parecía yo. No sonaba
como yo. No era yo.
Intuí
la sonrisa que le cruzó el rostro, motita de polvo en el haz de una
linterna que se hace monstruosamente grande en la pared a la que
alumbras.
Una
de sus manos pasó de estar colgando, impasible, a un lado de su
costado, a apoyarse en su cadera. Fue entonces cuando reparé en que
tenía una pierna de más, la tercera mucho más tiesa y delgada que
las anteriores.
-No
puedo creerlo-le dije al aire, y alcé la mirada a un sol
despampanante que representaba a mi controladora. Sí, había
escuchado mis deseos y los había llevado a cabo. Estaba armado con
una espada.
Lo
cual lo hacía todo más interesante, porque todo se volvía mil
veces más peligroso.
-¿Cuál
es tu nombre?-preguntó el pájaro, de piel de cuervo y alas de
cisne, girándose y estudiándome. Odié la mueca de satisfacción al
comprobar la diferencia de tamaño entre nosotros. Si se trataba de
peso y estatura, llevaba las de ganar.
Pero
mi arma era mejor que la suya.
Punto
para mí.
-Llámame
Muerte-respondí, sonriendo y lanzándome hacia él. Se esperaba,
lógicamente, mi reacción enloquecida, cosa que no hubiera sucedido
en la vida real. Me recibió con los brazos abiertos y las palmas
sujetando un muro invisible entre nosotros. Un muro que rompí. Me
cogió con sus manazas y me lanzó al suelo ipso facto, sin darme
tiempo a reaccionar. Choqué estrepitosamente contra el suelo de la
azotea, y escuché el crujido de algún hueso virtual.
No,
me dije. No son tan fuertes. No rompen huesos así. Yo
estoy preparada para esto.
Me
levanté de un brinco, ignorando un dolor punzante en el pecho, y
volví a la carga. Se me había caído la pistola, pero aún llevaba
otra con la que disparar.
Quería
freírle la cara, al mamón. Y mi puntería no era demasiado buena
cuando estaba en movimiento. Es por eso que quería acercarme al
máximo antes de disparar. Si me salpicaba con su sangre, tanto
mejor. Victoria sucia.
Esperó
mi llegada de nuevo con los brazos abiertos. Seguramente la
programadora aún no hubiera podido ponerle un modo de proceder
mejor. Me daba lo mismo. Aunque fuera un ángel virtual, seguía
siendo un ángel. Serviría para aplacar mi furia, al menos de
momento, hasta que encontrara algo mejor, más real, con lo que
cebarme.
Justo
cuando estaba a escasos centímetros de sus dedos metálicos, me
lancé al suelo como los nadadores profesionales que se tiran sin
temor alguno al agua de la piscina. De cabeza. Con las manos por
delante.
Pasé
entre sus piernas abiertas y alcancé mi pistola con la yema de los
dedos. La sujeté en el momento en que mi oponente me agarraba un pie
y me levantaba en el aire, arrastrándome con él.
Sabía
que no podía hacer eso.
Louis
me lo había dicho: les costaba muchísimo despegar si llevaban a
alguien cargado. Bastante tenían con su peso propio, como para
encima llevar sobrecarga.
Louis
me lo había dicho.
Louis.
Su
nombre se hizo hueco en mi mente como un tren en un túnel que le era
pequeño: dolió. Dolió en exceso, tanto que me hizo perder la
concentración y soltar la pistola. El arma cayó girando en el aire,
dando vueltas enloquecida, para chocar y dispararse contra un cristal
que no había hecho nada malo.
Contemplé al ángel, vi
cómo ascendía por el cielo de la misma manera que yo ascendía por
la pared de un edificio: con seguridad, como quien sabe que ha nacido
para eso y que eso es lo que ha de hacer hasta que no pueda hacer
nada más.
El sol ardía en mi cara
y me impedía ver poco más que una sombra negra recortándose contra
todo lo oscuro.
Y la sombra se inclinó
cual guadaña y me estudió. Observó mis facciones, decidiendo que
era bonita, muy bonita (tenía ego, era mi punto débil, y los
ángeles encontraban los puntos débiles como los runners
encontrábamos los maletines que se nos encargaba transportar). Vi
algo blanco nacer entre la negrura, y me estremecí de pies a
cabeza... o de cabeza a pies, dado que estaba dada la vuelta.
Se despidió de mí
agitando la mano.
Y soltó la que me
sujetaba.
Mi caída me recordó
mucho al típico sueño en el que estás cayendo, y no terminas de
caer. Estás encerrado en una trampilla sin fondo, y tú caes y caes,
y nunca llegas al final, jamás llegas a espachurrarte contra el
suelo ni poner fin a ese sufrimiento que es el estar viendo cómo tu
cuerpo se cree que puede convertirse en un paracaídas, y se echa
para atrás y para atrás, sufriendo los gastos psicológicos y
físicos que eso conlleva. Tú te retuerces en tu caída, pero, ¿de
qué sirve? Con un poco de suerte, pierdes velocidad. Con mucha mala
suerte, la ganas, y tu sufrimiento aumenta.
Yo, por suerte, no
estaba en una pesadilla.
Y mis manos chocaron
contra el borde de un edificio mientras mi cuerpo seguía obedeciendo
la ley más simple y poderosa del universo: la de la gravedad.
El golpe frenó mi
caída, no lo suficiente como para que pudiera sujetarme allí, pero
sí lo bastante como para que encontrara dónde agarrarme.
Las tuberías digitales
y medio pixeladas servirían. Pegué mis manos a ellas, sintiendo
cómo comenzaban a arder por la velocidad, y tiré de mi cuerpo
volador hasta pegarlo contra la pared. Puse los dos pies alrededor de
la tubería y mi velocidad fue disminuyendo poco a poco.
Caí de culo en el
suelo.
La subida no fue fácil,
teniendo en cuenta las ampollas que habían surgido debajo de mis
guantes sin dedos. Pero mereció la pena.
Jodía mucho despertarse
en la sala del simulador empapado en sudor y con la mente acelerada
porque no era capaz de comprender que hubiera pasado un segundo entre
la situación de tensión y muerte en la que se empezaba a deshacer,
y la tranquilidad de la base.
Los simuladores
acabarían por volvernos locos.
Rabiosa, busqué la
manera de subir hacia la azotea. El ángel, tan seguro de su
victoria, ni se había molestado en contemplar cómo moría.
Seguramente tuviera ganas de volver a casa y ya lo estuviera
haciendo.
La tubería parecía una
buena opción, de no ser porque yo tenía orgullo, y me recordaba la
casi derrota a la que me acababan de someter.
Tardé apenas un minuto
en encontrar una ruta alternativa, y casi cuatro en llegar arriba de
nuevo.
La azotea estaba vacía,
con la única excepción de mi fiel pistola esperando por mí.
Miré en derredor y,
hasta que no vi la sombra negra alejándose de mí, no sentí que el
aire fuese aire, y no agua envenenada.
Molesta porque me
hubieran dado por muerta mucho antes de estar siquiera fuera de mi
estado consciente, pegué un tiro al aire.
Vi cómo el ángel se
giraba.
-¡Sorpresa,
putita!-bramé con toda mi fuerza pulmonar; de nuevo aquella voz
desconocida para mí.
Apenas veía el cuerpo
del ángel, de modo que su cara fue algo imposible para mí. Sin
embargo, pude ver perfectamente la furia ciega que se instaló en él
cuando descubrió que su orgía deprimente tendría que posponerse
unos minutos más.
Tal vez para siempre, si
yo no jugaba limpio.
Y estaba decidida a no
jugar limpio.
Se lanzó a por mí como
un bólido, mientras yo me limitaba a esperarle con los brazos en la
espalda y una sonrisa de cazadora, la misma que había tenido
anteriormente, instalada en mi boca y negándose a abandonarme.
Cuando estuvo lo
bastante cerca de mí, apunté y disparé. La bala izquierda le dio
en el pecho; esa fue la que lo mató.
La bala derecha le dio
en un ala. Esa fue la que más le dolió.
Herido y con un motor
deshabilitado, comenzó a girar sobre sí mismo y se estrelló contra
el suelo, dejando un reguero de sangre tras de sí. Fui hasta él. Le
costaba respirar; la bala estaba en su pecho, inundando sus pulmones
con la sangre y haciendo que se ahogara. Debía de ser horrible el
hecho de que el propio líquido que te mantenía con vida y sin el
cual no podías vivir se volviera contra ti. A mí no me gustaría
tener que probar eso en mis propias carnes.
Caminé sobre él, y le
puse un pie en la garganta. Contemplé la súplica rastrera de sus
ojos convertirse en una plegaria de llorica.
-No tengo el gusto de
saber tu nombre-murmuré, sonriendo y enseñándole a su frente la
hermosa oscuridad del cañón de mi pistola.
Ahora había un orgullo
indecible en sus ojos. Sonrió.
Dijo un nombre. No era
el de mi pájaro del averno.
Pero para mí sonó tan
parecido a “Louis” como si lo hubiera nombrado a él.
Un volcán explotó en
mí. El mismo que apretó el gatillo e hizo al ángel pasar al otro
barrio, a reclamar unas alas espirituales.
Asentí con la cabeza,
diciendo que ya había acabado, y que quería salir de mi ensoñación
a todo aquel que quisiera escucharme.
Mientras la ciudad se
desvanecía a mi alrededor, perdiéndose en un abanico de líneas
rectas, paralelas y perpendiculares entre sí, tuve tiempo para
inclinarme hacia el ángel y estudiar la bolita de plata, surcada por
líneas de azul luminoso, que llevaba colgada del pecho.
La gemela de la que la
yo real llevaba aún metida dentro del sujetador.
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