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Sabía que iba a haber movida en cuanto abriera la puerta de casa y dejara caer las llaves a la par que mi abrigo. Que lo recogiera quien quisiera: yo estaba demasiado cansada. La fiesta había sido agotadora, la bebida habría corrido lo justo y habríamos bailado y tocado instrumentos toda la noche.
Sabía que iba a haber movida en cuanto abriera la puerta de casa y dejara caer las llaves a la par que mi abrigo. Que lo recogiera quien quisiera: yo estaba demasiado cansada. La fiesta había sido agotadora, la bebida habría corrido lo justo y habríamos bailado y tocado instrumentos toda la noche.
Habría tocado
instrumentos sobre todo si me hubieran enseñado a hacerlo. Sí, si
supiera cómo tocar una guitarra, sería probable que la utilizara en
mi beneficio, pero, ¿para qué la quería? Mi mejor instrumento era
mi cuerpo, que ya me había dado todo lo que quería a una edad
escandalosamente corta.
Así que, para
hacer tiempo, le busqué a mi instrumento favorito una funda. En
lugar de coger un taxi y darle las indicaciones para ir a casa,
decidí ir caminando y deteniéndome en cada escaparate de las
boutiques que proliferaban alejadas de la zona rica. Se notaba sus
esperanzas de moverse hacia el lugar donde la pasta se utilizaba para
sonarte los mocos, pero, por las razones que fueran, aún no habían
conseguido una mudanza ni una metamorfosis de seta del bosque a
enredadera de mansiones. C'est la vie.
Mientras estudiaba
un amoroso pañuelo en tonos grises y rosáceos, alguien me tocó el
hombro. Me giré y estiré las comisuras de la boca en una sonrisa
sarcástica. Las damas de honor de la abeja reina de su instituto
estaban allí, frente a mí, deseosas de cumplir mis órdenes al pie
de la letra con la esperanza de que yo tuviera a bien poner mi mano
mágica sobre ellas y convertirlas en ídolos para todo el instituto.
Cosa que, claro, no iba a pasar. Es decir, ¿cómo iba a permitir que
semejantes seres, que llevaban una talla 38 y cuyos culos no habían
catado ninguna mano porque necesitabas un GPS para no perderte en
ellos, llegaran a algo en mi instituto? No mientras yo viviera, y no
mientras quedase aún algo de mí, alguna pizca del bonito cadáver
que dejaría si me sucediera algo. Algo trágico que me convirtiese
en inmortal. Todo el mundo sabe que la gente que muere joven es
recordada por siempre. Porque, ¿quién se acuerda del viejo de 84
años que vivía en su bloque que estiró la pata durmiendo?
Pero, ¿quién se
acordaba de la niña de 7 a la que una enfermedad rarísima había
hecho caer fulminada al otro lado del mundo?
Exacto.
-Priscilla.
Caroline. Qué alegría veros-espeté con un veneno en la voz que
hubiera atropellado a un autobús de poder conducir. Me lo imaginé
con forma de tanque, enfocando su cañón hacia ellas y haciéndolas
estallar en una explosión como no se había visto en aquella ciudad.
A pesar de lo que había pasado cierto día de septiembre de hacía
bastante tiempo. Oh, sí. Aquello sería un juego de niños comparado
con lo que yo les tenía preparado a aquellas dos.
-¡Diana! ¿Qué
haces tú por aquí?-dijeron al unísono, o más bien se turnaron
para decir las palabras. Parecía que las tenían ensayadas. Qué
asco daban.
-He estado en una
fiesta esta noche.
Sus rostros mudaron
de la ilusión a la confusión y luego a la tristeza mal disimulada.
Si había algo que me daba más asco que la gente asquerosa, era la
gente que no sabía disimular. ¿O sería que el no saber disimular
contribuía aún más al ser asqueroso? Nadie lo sabría jamás,
porque a mí no me quedaban fuerzas psicológicas y de voluntad para
averiguarlo, y sólo aquella clase de pordioseros se manifestaban en
mi presencia.
-No sabíamos nada.
-Es una pena. Me lo
he pasado muy bien. ¿Qué habéis hecho vosotras?
-Pues la verdad es
que...
-Genial, chicas, me
ha encantado veros-dije, tocándoles a cada una el hombro contrario.
Se juntaron un poco entre ellas, como esperando que las abrazara.
Pues que esperaran sentadas y, a poder ser, con comida a mano, porque
yo no iba a hacer nada por el estilo-. Ya hablaremos mañana en el
instituto, ¿eh?
Y, sin darles
tiempo a responder, pasé entre ellas (se las apañaron con su
estupefacción y consiguieron hacerse en el momento justo a un lado),
y me alejé de aquel par de personas tristes, y del pañuelo que
tanto me había encantado. Una razón más para odiarlas.
Sentí sus ojos
clavados en mí durante todo el trayecto a casa, a pesar de que sólo
me habían mirado con aire desesperado y triste hasta que un edificio
creyó que ya se habían autocompadecido bastante de sí mismas, y se
puso entre nosotras, ocultándome de la corriente de pena que me
azotaba la espalda y trataba de instaurarse en mi corazón. Lástima.
La vida no era justa para nadie, y si querías ganar, necesitarías
luchar por la victoria.
Ojalá pudiera
decir que no llegué a casa con el mal humor aumentado por ese
encuentro, que me habían sido indiferentes, pero la verdad es que
estaría mintiendo. Echaba humo cuando entré en el ascensor, y
seguramente hubiera conseguido que mi cabreo subiera la temperatura
de aquella caja metálica tan necesaria y vital en mi ciudad varios
grados. Tenía los puños apretados, y sentía las uñas postizas
clavárseme en la palma de las manos, como si quisieran distraerme de
mi estado mental.
Llevaba varios días
más insoportablemente irascible que de costumbre, y lo peor de todo
era que me gustaba, porque mamá no mostraba su rabia casi nunca (en
el caso de que la tuviera), y papá era demasiado bueno para estar
enfadado con alguien más de medio minuto seguido.
Habría barajado la
posibilidad de ser adoptada de no ser por mis ojos verdes, los que
todo el mundo decía que eran la “marca registrada Styles”. Sí,
bueno, la verdad es que no estaban mal, y eran bastante exclusivos.
Mi pelo rubio... simplemente se debía a un buen tinte. En Nueva York
otra cosa no, pero estilistas teníamos un rato.
No podías triunfar
en el mundo de la moda teniendo el pelo marrón y los ojos verdes. O
al menos yo no quería triunfar así. El pelo marrón era el de las
perdedoras. El rubio era el de las tops. Y yo ya había ganado
naciendo donde había nacido, era demasiado de la realeza como para
dejar que una rubia gilipollas y esquelética me pisoteara sólo
porque el color de su pelo tendría comparaciones fáciles con el
sol... mientras que el mío podría ser equiparado al chocolate, y
eso si los poetas que se refirieran a él tenían el día inspirado
Saqué las llaves
del bolso y las ensarté en la cerradura como haría un gladiador
romano con otro en la final de los juegos. ¿Cómo se llamaban
aquellos puñeteros juegos? No, Olimpiadas no. Ahí había tocado
papá, y no había gladiadores.
Joder, ¿por qué
no me habían puesto a un profesor guapo de historia? La vida era
demasiado injusta.
Me contuve lo
suficiente (con muchísima sorpresa por mi parte) no abriendo la
puerta de una patada y bramando que ya estaba en casa con el tono del
dragón que descubre intrusos en el castillo que está custodiando.
Oh, cómo me gustaría escupir fuego. Sería muy útil contra los
pordioseros.
Por suerte o por
desgracia, la primera persona a la que vi fue a mi tía Gemma. ¿Qué
coño estaba haciendo allí? Se suponía que estaba en Londres,
trabajando en no sé qué estudio fotográfico. Se había mudado con
mi padre los primeros años que papá había pasado en Nueva York,
pero había terminado decidiendo que aquella ciudad era demasiado
algo para ella, y había terminado volviendo a su Londres
natal.
Yo ni en broma
cambiaría Londres por Nueva York, y quienquiera que lo hiciera no se
esforzaba demasiado por ocultar su severa enfermedad mental. Es
decir, ¿estamos tontos? Si en Londres ni siquiera saben conducir por
el lado correcto. Me extraña muchísimo que cada día no atropellen
a varios cientos de personas.
Un pensamiento que
en mi casa se castigaba duramente pasó por mi cabeza, y sonreí con
malicia al plantarlo en mi mente justo cuando tenía a mi tía
delante: Ingleses.
-¿De dónde
vienes?
Oh, guay, ni “hola”
ni todas esas cosas. No, cuando vas a casa de su hermano y pillas a
tu sobrina entrando por la puerta, en lugar de decirle “Ey, Diana,
guapa, ¿cómo estás? He venido de visita. Te veo muy bien”
prefieres pedirle explicaciones sobre qué ha hecho la noche
anterior, cuántas drogas ha tomado y cuántas pollas han entrado en
su cuerpo. Me gusta la idea. Debería ponerla en práctica más a
menudo; seguro que realza el cutis.
-De por
ahí-contesté, encogiéndome de hombros. No le daba explicaciones a
nadie de mi continente, ¿iba a dárselas a mi tía? Ja.
Más tarde me
arrepentiría de no haberle dado una respuesta más desarrollada,
como “de los genitales de mi madre”. Sonaría un poco cursi, pero
a mamá no le gustaba que ni papá ni yo dijésemos tacos en su
presencia, y si ya estaría caliente por mi resaca y posterior
añadido de sustancias estupefacientes (vamos ahí con mi vocabulario
hermoso), no sería una buena estrategia el ir por la vida
chuleándome (más de lo que ya lo hacía normalmente).
En lugar de mi
frase filosófica, espeté:
-¿Qué haces aquí?
-Tus padres están
preocupados.
-¿Haces que mis
padres estén preocupados?
En el fondo, tía
Gemma me caía bien. Era una buena tía. Era legal. Sabía mantener
el pico cerrado cuando merecías que lo tuviera. Tal vez en ese
momento yo no lo mereciese, pero... nos llevábamos bien. Nos
picábamos hasta el punto en que fuera necesario para conseguir lo
que quisiéramos la una de la otra.
-No; eso lo has
hecho tú.
-Las vistas del
Empire State a estas horas son geniales. La luz se refleja en los
cristales de los pisos superiores y puedes ver el arcoíris atravesar
la ciudad si tienes una buena lente-informé, quitándome el abrigo y
dejándolo en el pequeño mueble de la entrada. Que lo recogiese
quien quisiese, porque yo me iba a dormir un poco más. El paseo
desde los suburbios a casa me había dejado agotada-. Date prisa.
Gemma puso los ojos
en blanco, dio un sorbo de la bebida que tenía en la mano, se dio la
vuelta con maestría y se alejó. Pude constatar que había cambiado
de tinte. Aquellas mechas californianas rubias no eran a las que nos
tenía acostumbrados.
Contemplando que
todo estuviera en su sitio, atravesé el gran salón en dirección a
las escaleras que conducían a mi habitación, en el último piso de
aquel edificio, con las mejores vistas de todo Manhattan y, por ende,
del mundo. Pero cuando estaba a punto de alcanzar la escalera
metálica de caracol, una voz me interrumpió en mi escalada.
-¿Diana?
Mierda, joder,
mierda, musité al borde de las escaleras, agarrándome a la
barandilla y dándole patadas al aire. Si me hubieran grabado,
podrían usar esa coreografía improvisada para el videoclip de
despegue de algún artista callejero. No me importaría. Sería
publicidad; tal vez mala, pero publicidad al fin y al cabo.
-Diana-repitió
aquella voz de mujer, en tono suave pero firme. Como se me ocurriera
poner un pie en el primer escalón, mamá llamaría a las fuerzas de
Satán y haría que me colgaran boca abajo de la azotea mientras me
gritaba la bronca del día, igual que en El lobo de Wall Street.
¿Por qué no había
nacido antes, señor? ¿Por qué no había podido conocer a Leonardo
DiCaprio más joven y poder follármelo? Qué injustísima era la
vida.
Me mordí el labio
inferior, callando al camionero texano que llevaba dentro, y me
desvié en mi travesía para meterme en la cocina.
Mamá y papá
estaban los dos juntos, sentados uno frente al otro, en la pequeña
mesa donde se trituraban las cosas antes de echarlas a freír, cocer,
o sucedáneos. Los ojos marrones y verdes se giraron a la vez hacia
mí, y luché por no estremecerme, diciéndome que dos miradas no
podían hacer nada en mi fortaleza si había desfilado en las mejores
pasarelas del mundo.
Fracasé en mi
intento.
-¿De dónde
vienes?-inquirió mamá con una mirada gélida, que poco dejaba
entrever la existencia de una mujer cariñosa que lo habría dado
todo por ti. Ahora era una leona a la que no le gustaba lo que tenía
delante.
Constaté que papá
no se movía de su sitio y seguía con los ojos clavados en los míos.
También había dureza en aquellos ojos verdes, pero no era nada
comparado con lo que me tocaba sufrir con mi madre.
-De casa de Nate.
Os lo dije.
-Llamamos a sus
padres y nos dijeron que no estabais en su casa.
-Ellos están de
vacaciones en la costa Este.
-Hablaron con el
servicio.
Oh, claro, el
servicio. Se me había pasado por completo las casi esclavas que
tenía Nate paseándose por casa, una de las cuales tenía pinta de
modelo de los catálogos de ropa que se vendía exclusivamente por
Internet. La tía tenía esperanzas de que Nate la sacara del mundo
del servicio y le otorgara sirvientas; Nate sólo quería de ella
polvos rápidos sin compromiso ninguno, con el plus de que no tenía
que salir de casa para disfrutar de sexo fácil.
-Estábamos en los
suburbios. También os lo dije-repliqué, tozuda, sabiendo que ni lo
había mencionado ni había pensado en ello. Conocía a mis padres.
No les molaba demasiado que me dedicara a dar brincos por toda Nueva
York sola, y mucho menos cuando iba a una fiesta, porque era cuando
más guapa iba y más violadores en potencia poblaban las calles.
-No habrás venido
en metro-intervino mi padre por fin, con la preocupación tildándole
la voz con tonos más agudos de lo normal. Su voz adormilada casi
había sonado como la de una persona normal.
Puse los ojos en
blanco y me limité a mirarlo.
-Claro, papá, y
luego me he puesto a repartir mis accesorios de Chanel por ahí. Por
favor.
Papá
no se merecía aquel trato, pero me estaban calentando más de lo
debido, y nadie quería calentarme más de lo debido, especialmente
cuando venía medio drogada a casa.
-¿Qué has bebido?
-Cosmos-susurré,
frotándome la cara y bostezando-. ¿Podemos dejar esta conversación
para más tarde? Estoy agotada. La verdad es que ni siquiera sé qué
hago todavía despierta cuando tenemos un acuerdo no establecido de
que me preguntáis sobre lo que hago con mi vida después de que
pueda pensar con tranquilidad las respuestas que daros.
-Lo sabemos, Diana.
-¿El qué?
-Lo del instituto.
Como no
especificaran más, me vería obligada a llamar al CSI para que me
dijeran de qué diablos estaban hablando. Una no puede estar al tanto
de todo lo que pasa en su instituto, por mucho que sean tus dominios
y tus palabras sean la ley que se talla en la piedra para que soporte
al paso de los siglos, no puedes estar atenta a todo, ni
preocupándote por todo. Ya ni siquiera sabía de qué promoción
iban a ser las crías que me paseaban los libros mientras iba del
brazo de Zoe, riéndome de los accesorios que las demás estudiantes
añadían a sus uniformes, en un empeño por parecerse a mí.
-¿Qué del
instituto?
Me tendieron un
sobre marrón, con la apertura rota. Antes había tenido pegamento
para encerrar bien los secretos que contenía, algo así como una
caja de Pandora, pero, al igual que en el mito romano (tenía que ser
romano, si no, ¿por qué algunas palabras estaban en latín en las
pulseras de cuentas que poblaban mi casa y para las que mi madre
había diseñado una línea veraniega?), el contenido se había
vertido sobre el mundo y había traído la desgracia consigo.
Dejé mi bolso
sobre la mesa para tener las manos libres, y recogí el pequeño
paquete plano con manos curiosas, en las que se adivinaba un
Párkinson momentáneo. Mi estómago se revolvió: ya sabía lo que
iba a ver antes incluso de que mis ojos los tocaran con sus poderes
sobrenaturales.
Abrí la boca en un
gesto de horror, estudiando lo que había allí dentro. Todos mis
secretos al descubierto, los más oscuros, recopilados con mano dura
y apresados dentro de dos paredes de papel, una cárcel de marrón
débil preparada para que se escaparan.
Alcé los ojos
cuando mi madre se levantó, y me fulminó con la mirada, haciéndome
sentir muy pequeña a pesar de que era más alta que ella. Había
heredado la estatura de mi padre, los ojos de mi padre, y el pelo de
mi madre. Gracias a Dios, también me había dado su elegancia. No
todo lo que me había regalado era malo, al fin y al cabo.
-¿Quién te crees
que eres, Diana? ¿Cómo te atreves a destruir así todo por
lo que tu padre y yo hemos trabajado tanto para darte?
-Estamos muy
decepcionados contigo, Diana-intervino mi padre, asintiendo con la
cabeza. Su expresión me dolió más incluso que los gestos de mamá,
que empezó a gritarme cosas incoherentes debido a un acento horrible
que no le había escuchado nunca. No tenía nada que ver con el
acento inglés de mi padre, aquel que no había perdido a pesar de
años viviendo en la Gran Manzana, ni con el acento neoyorquino que
había terminado adquiriendo y que tan acorde era con su manera de
ganarse la vida. Parecía extranjera. Me sorprendió que lograra
concordar con coherencia los verbos con sus sujetos.
-...¡todo lo que
hemos sacrificado por ella, Harry! ¡Todo a lo que renunciamos para
que nos salga con esto!-dio una manotazo al sobre, que cayó sobre la
mesa y desnudó mi alma y sus entresijos más oscuros. Yo observé lo
que me habían hecho sin poder dar crédito aún.
Estás borracha
y vas a despertar en casa de Nate, y todo habrá pasado, en realidad
estás soñando.
Despiértate,
Diana.
Despierta.
Por mucho que me
hiciera a mí misma reaccionar, no lo conseguía. Me eché a temblar
cuando mi madre se acercó a mí.
-Noemí-llamó papá
con una voz pacificadora que no había tenido que usar nunca con mi
madre. Cada vez que había bronca en casa, se limitaba a levantar la
voz en cuanto yo empezaba a dar gritos, harta de que se me tratase
como a una niña pequeña cuando ya tenía más carrera que mi madre
a mi edad.
-Llevamos
sospechándolo más tiempo del que te puedes imaginar, Diana. Más
tiempo del que nos gustaría. Ojalá nunca hubiera entrado este sobre
en esta casa, pero, ¿de quién es la culpa? Desde luego, no del
mensajero.
-¿Quién lo ha
traído?
-Cállate, Diana.
Cállate-instó papá, negando con la cabeza y tapándose la cara con
las manos. Mamá se apoyó en la mesa, lo miró y empezó a hablar de
nuevo, sin apartar los ojos de él, de manera que creí que estaba
excluyéndome de la conversación y que lo peor había pasado.
Pero no. Aquello
solo fue el ojo del huracán.
-Lo hemos hecho lo
mejor que hemos podido, bien lo saben los de arriba que lo hemos
intentado con todas nuestras fuerzas-se frotó la cara, posó su mano
en la cadera y me observó con una mirada reprobatoria, durísima-.
No me arrepiento de nada de lo que he hecho para educarte, Diana,
excepto de una cosa: el no haber sido capaz de hacerlo mejor.
-Pero eso no es
culpa mía...-señalé con un dedo tembloroso las fotos, la carta,
todo aquello que se contaban sobre mí. Qué defensa más patética
el no poder recurrir a un grito glorioso de “¡Eso es mentira!”.
-Oh, no. Puede que
haya pequeñas cosas que no hayas hecho a propósito, Diana, pero...
la mayoría es culpa tuya. Tienes demasiada libertad.
-Como todos mis
amigos-murmuré, empequeñeciéndome y sintiéndome como si me
estuviera creciendo lana, mis manos y pies se apretaran hasta ser
pezuñas, y observando con espanto cómo mis padres veían sus
dientes crecer y hacerse puntiagudos como dagas. Su piel se volvió
negra y peluda, sus ojos amarillos y sedientos de sangre.
-Sí, como todos
tus amigos. Como todo Nueva York. Por eso, tu padre y yo hemos estado
hablando...-mamá loba miró a papá lobo, que asintió con la
cabeza. Al menos él no tenía el hocico arrugado en una mueca
sobrehumana que no dejaba nada a la tranquilidad.
-Te vas a
Inglaterra a pasar unos meses. Tienes que cambiar.
El susto me
esquiló. Abrí los ojos como platos.
-¿¡QUÉ!?
-Ya lo has oído.
Te vas unos meses a vivir con los Tomlinson.
Ni siquiera me
alegré de que no hubieran elegido a los Malik o a los Payne. Horan
era un caso perdido. Louis me caía bien porque era auténtico, en el
fondo sabía que era como yo, borde e hijo de puta cuando era
necesario, sin escrúpulos, un cabrón integral que se había hecho
fuerte gracias a eso.
-No-susurré,
negando con la cabeza. Me escocían los ojos y se me nubló la
visión. Mamá me contempló impasible; estaba más que acostumbrada
a mis trucos de mujer para conseguir lo que quería.
Lo más doloroso
fue que papá no movió un músculo ni se levantó para calmar a su
niña, como siempre hacía cada vez que me echaba a llorar. Así
conseguía todo lo que quería.
Pero las lágrimas
dejaron de ser balas de agua y sal que pudiesen traspasar la coraza
de mi padre.
-Diana, déjalo, ya
no eres una cría.
-Por favor, mamá,
papá, por favor, no quiero ir, no puedo ir, mi sitio está aquí,
tengo los desfiles, a mis amigos, el instituto, el viaje de fin de
curso, la graduación, ¡oh dios mío el
bailenovoyapoderiralbailenoserélareinaseréunafracasadaohdiosmíoNO!-chillé,
sintiendo cómo mis piernas me fallaban y me caía al suelo, clavando
las rodillas como si creyera en algo que estuviera por encima del as
nubes y que rigiera los destinos de los demás.
No podían
arrancarme de cuajo de mi vida. ¿Qué coño era para que me
extirparan así? ¿Un maldito tumor? Si me hubieran dado a elegir
entre tirarme por la ventana o ir a Inglaterra, yo misma habría
abierto el puto cristal.
Claro que también
prefería tirarme por la ventana de un quinto piso a hacer servicios
comunitarios, pero es que los servicios comunitarios eran peores que
ir a Inglaterra. En Inglaterra al menos conservabas una pequeña
reputación. Limpiando las mierdas que otros dejaban por las calles,
la tarea se volvía muy difícil.
-Levántate del
suelo, Diana. Esta tarde vas a tu instituto a recoger las cosas de tu
taquilla-ordenó mamá, apartándose de mí y saliendo de la
habitación. Ojalá tuviera la dignidad de llorar un poco por mandar
a su hija al otro extremo del mundo. Ojalá tuviera un pequeño trozo
de corazón.
-He ido esta
mañana, pero, como has cambiado la combinación que tenían
apuntada, no he podido hacer nada-murmuró papá, poniéndome una
mano en el hombro. Me la sacudí, todavía con mis manos en el
rostro, sin ver el suelo que tenía a escasos centímetros.
¿Qué había sido
del bueno de mi padre? El que no podía vivir sin mí. El que cuando
preguntaban por mí apenas acababa de nacer, decía con una sonrisa
bobalicona en los labios “me tiene loco”.
Él no me dejaría
marchar así. No. Tenía corazón y se dejaba guiar por él. En el
fondo era bueno y no le gustaban las injusticias.
La leona de mamá
no podía habérselo comido.
-No puedo creer que
hayas accedido a esto-acusé, incorporándome con un dolor en el
pecho increíble que apenas me dejaba moverme. Papá volvió a
ponerme una mano en el hombro-. ¡¡NO ME TOQUES!!-bramé, girándome
y azotando el aire con mi pelo. Me imaginé que tenía vida, como el
de Medusa, y que me vengaría por las afrentas a las que me habían
sometido.
Corrí a mi
habitación y di un portazo que hubiera hecho desmoronarse a media
ciudad.
¿Ir a Inglaterra?
¿En serio?
Eso era demasiado
cruel. Incluso para mí.
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