-Otra vez-ordenó
Perk, levantándose de un brinco y volviendo a coger la barra de
metal que nos habían entregado los ángeles. Yo sonreí, caminando
en círculos a su alrededor cual león en torno a la gacela a la que
acaba de cazar y de dejar coja. Le tendí la barra para ayudarlo a
levantarse, pero él la rechazó de un manotazo y se incorporó con
un brinco, no demasiado elegante, pero sí muy eficiente. Se limpió
la suciedad de los pantalones y caminó hacia el otro extremo del
círculo, una arena muy similar a la que nos había juntado por
primera vez, con suelo de hormigón y gradas en torno a ella.
Mientras él se
encaminaba a recoger el arma que nos habían proporcionado los
ángeles, semanas después de hacer las comprobaciones pertinentes
para constatar que no éramos peligrosos, yo me volví para observar
a Louis, sentado con las piernas separadas y los codos apoyados en
las rodillas, que nos estudiaba con el ceño fruncido, negándose a
dejar entrever muchos más de sus pensamientos. Angelica lo
acompañaba, sentada unas filas por detrás, con las piernas y los
brazos cruzados, un dedo tamborileando en su antebrazo con
aburrimiento. En cuanto le presentabas la ocasión, ella misma
extendía las alas y se dejaba caer, literalmente, en la arena para
presentar un poco de batalla y darle emoción al asunto.
El resto de ángeles
que nos ayudarían a dar el golpe que, con suerte, cambiaría el
curso de la historia de esa ciudad, devolviéndolo a donde nunca
debería haber salido, se repartían por los pasillos, caminando de
un lado a otro como si estuvieran esperando a que mamá leona les
llevara la comida a los pequeños cachorros dorados que
representaban.
Angelica se volvió
para mirarlos, y Louis notó su movimiento, pues movió un poco la
cabeza, lo justo para echar un vistazo por encima del hombro y
comprobar que no le estaba apuntando con ninguna pistola y que su
vida no corría peligro.
Escuché el golpe
que venía hacia mí antes incluso de percatarme de que el viento
silbaba al cortarlo el cuchillo redondeado que ella aquella barra. Me
dio en pleno costado, cegándome por un momento con el latigazo de
dolor estrellado que se apoderó de mí. Ni siquiera pude gritar,
sólo exhalé un triste “ugh” y caí al suelo de rodillas.
Levanté la cabeza y miré a Perk, que se regocijaba de mi
sufrimiento. Me encañonó con la barra.
-Mantén siempre la
cabeza en la pelea.
Me recordó tanto a
cómo me hablaba Puck, a sus consejos susurrados en mi oído a
kilómetros de distancia, y a las palabras que había usado en mis
entrenamientos al aire libre, sin importar la lluvia o las
temperaturas invernales que azotaban con impasividad la ciudad, que
quise gritar. Apoyé las manos en el suelo y luché por recuperar el
aire, después de levantar un dedo, pidiendo una tregua que no me
darían en otra situación. Escuché sus pasos retirándose mientras
por mis ojos deslizaban cientos de imágenes.
Angelica
abandonando la habitación después de hacerme sabe que, en realidad,
no era la mala de la película, la representación más alta y
perfecta de la malicia que yo me iba a encontrar a lo largo del
desarrollo de la historia.
La cara de Louis
cuando volvió a casa, después de hablar con Taylor, y enterarse de
que Angelica sabía de sus planes. No le había contado nada, y lo
había llevado todo en el más absoluto de los secretos... o eso
creía.
La primera reunión
que tuve en el nido de traidores, con el puñado de ángeles que
ahora no me quitaban ojo de encima, y que cuidaban de que nadie nos
hiciese daño, ni a mí ni a Perk, cuando nuestros ángeles de la
guarda estuvieran con nosotros.
Blueberry
contemplándome en el comedor de mi Base, cuando no me habían
secuestrado nunca en mi vida, y pidiéndome que le prometiera que la
llevaría algún día al Cristal.
La cara de Blondie
en los conductos de ventilación del Cristal, cuando tuvimos que
separarnos y acabamos encontrándonos frente a frente, pistola a
pistola, listas para disparar.
La sala de hospital
donde me habían quitado las cicatrices de la caída patrocinada por
Angelica.
Las fotos de la
infancia de Louis.
La pequeña Gwen
volando arrastrada y echándose a llorar por el dolor que les
producía todo aquello a los de su grupo.
Louis besándome
aquella primera vez, en aquellas oficinas.
Y la reunión donde
los demás ángeles decidieron que Perk y yo éramos la única
esperanza (qué irónico, ¿no? La única esperanza de los pájaros
eran las ratas, los saltamontes; ellos serían sus únicos salvadores
cuando llegase la hora de la verdad). La larga e intensa conversación
de Louis con los demás, contándoles cada detalle de un plan que
llevaba tejiendo prácticamente desde que levantó el vuelo y
descubrió que llevar alas a la espalda era sinónimo de tener un par
de volcanes que vomitaban lava sobre tu piel en el momento en que
levantabas los pies del suelo; las conversaciones que mantenía con
mi ex novio y las exigencias constantes de éste por verme, saber que
estaba bien y que no se trataba de un farol.
Todavía se me
formaba un nudo en el estómago al ver marchar a Louis, saltando de
las ventanas de su habitación, y abriendo las alas justo cuando yo
creía que había decidido suicidarse. Ver cómo se hacía más y más
pequeño a medida que se alejaba, y yo sólo poder esperar.
Esperar, y
entrenarme, pero con unos métodos que no estaban preparaos para mí.
Mi cabeza ya no iba
tan bien como antes, porque los dolores que experimentaba ya no se
repartían entre ilusiones y verdad: ahora siempre era físico,
duradero, y mi cuerpo había aprendido a reaccionar con una cautela
que acabaría por matarme justo cuando más necesitase yo vivir.
A efectos de
conocimiento de mis captores, yo sólo corría. Y nunca lo hacía con
Perk. Íbamos a correr a horas distintas, paseándonos a la mayor
velocidad que nuestras piernas me permitieran, por esa réplica de la
ciudad a la que terminamos llamando “La Canica”, porque incluía
al Cristal entre sus edificios, pero no lo equiparaba en tamaño
(como es natural) ni en majestuosidad.
Por ende, no podía
hacer mucho más que practicar saltos, carreras y demás situaciones
que no me resultarían problemáticas. El problema llegaría cuando
apareciese en el campo de batalla, aún sin determinar, y tuviera que
enfrentarme a la auténtica acción: policías armados, falsos
runners que había entrenado el Gobierno pero a los que no conseguían
preparar lo suficiente (se negaban a mandarlos a correr por encima de
los edificios, y ése era el único entrenamiento válido y que
mereciese la pena), y los ángeles que no se pusieran de parte de su
rey sin corona. No eran muchos, ni serían poderosos, pues la mayoría
estarían ocupados esquivando balas y tratando de librarse del
batallón de runners que se abalanzaría sobre ellos a la mínima
oportunidad, pero, aun así, no iba a arriesgarme. Debía seguir
peleando, y hacerlo con alguien que pudiera contrarrestarme bien, y
ninguno de mis guardianes en el territorio enemigo era capaz de
moverse a mi velocidad, pues sus alas les robaban la agilidad
terrenal a cambio de otorgársela en el aire.
Así pues, Perk y
yo nos dábamos de hostias prácticamente cada día. Nos
escabullíamos con nuestros ángeles guardianes, o a veces sin ellos,
y nos peleábamos hasta casi hacernos sangrar. Casi, porque en
realidad parábamos en cuanto uno se quedaba sin aliento o un
cardenal más feo de lo normal hacía acto de presencia en alguno de
nuestros cuerpos. Jamás podía ser en una zona que se viera durante
las carreras, de manera que precisamente lo más frágil era lo que
más terminaba sufriendo.
Estaba casi segura
de que tenía alguna costilla rota, pero nadie podía solucionar
esto. No podía ir a que me curaran, porque, ¿cómo justificar que
me había roto una costilla si no me había caído durante los
entrenamientos? Ponía muchísimo cuidado en ser precavida cuando
corría, sabiendo que había muchos ojos puestos en mí, ojos que
estudiarían hasta el más mínimo de mis movimientos e intentarían
crear un patrón de comportamiento de runners en emergencias. Y yo no
iba a arriesgar la vida de nadie por mi propio bienestar.
No lo haría en
situaciones normales, no hablemos ya de no habiendo sido corrompida
tiempo atrás. Aunque luego esa corrupción me hubiera llevado a una
causa aún más noble.
Y lo mismo podía
decirse de Perk.
-¿Kat?-de su voz
ya no manaba aquel tono distante, frío, de quien está peleando y
quien hará lo que sea por mandarte a casa de una patada en el culo.
Sacudí la cabeza; aún no sé si era que me estaba negando a
continuar, o que le estaba negando al dolor el poder que tenía sobre
mí.
Simplemente era un
“no”.
-¿Cyn?-inquirió
mi ángel de la guarda, y algo en mí se encendió. Supe que podría
seguir luchando, porque Cyntia no había muerto, a pesar de lo que
muchas veces pensara. Por mucho que me llamasen “runner” de
manera despectiva, seguía siendo una persona. Los ángeles también
eran personas. Eran hijos, sobrinos, nietos... hermanos.
Y tenía algo que
hacer.
Agarré mi barra y
ejecuté un barrido limpio y rápido que pilló desprevenido a Perk.
Intentó saltar, pero fue tarde; un horroroso chasquido hizo que
perdiese el equilibrio y cayera al suelo mientras yo me levantaba con
los pulmones incendiados. Me incliné hacia él: mi trenza, con
algunos mechones anudados, pero por lo demás perfectamente
disciplinada, le rozó la cara.
-No hay
misericordia-murmuré, y Perk, a pesar de que seguramente le hubiese
destrozado el tobillo del leñazo, sonrió. Me tendió la mano, y yo
se la cogí.
-Esto ha sido todo
por hoy-dijo, haciendo fuerza para levantarse. Su brazo se hinchó
tanto que me extrañó que no reventara.
Nos volvimos hacia
nuestros espectadores, cuyas carreras se habían detenido, y, cogidos
de la mano, ejecutamos una reverencia al más puro estilo circense,
tal y como se veía en las películas que nos permitíamos ver, de
vez en cuando, en la Base.
Los ángeles se
echaron a reír. Todos menos Angelica, que dejó que un amago de
sonrisa le iluminara el rostro, y Louis, que siguió con su expresión
meditabunda durante todo el día.
Una vez solos, dejó
que me metiera en la ducha y me examinara los moratones. Sí, cada
vez tenía más: me parecía a una puñetera vaca de manchas púrpura.
El agua caliente parecía cebarse con ellos, de modo que pasé al
modo Océano Polar Ártico, apretando los dientes para no chillar.
Esperaba que la
batalla se celebrase cerca del río, porque si conseguía tirarme con
algún ángel al agua, la voz cantante la llevaría yo a partir de
entonces.
El Gobierno no
había conseguido aún unos ángeles con plumas de cisne que les
permitieran levantar el vuelo desde el agua, cosa que Angelica habría
celebrado de no ser porque le sería extremadamente útil. Ya que era
medio cisne, ¿por qué no ser medio cisne al completo?
-Algo te
preocupa-le dije a Louis cuando salí de la ducha, cepillándome el
pelo.
-Algo lleva
preocupándome desde el día en que nací.
Puse los ojos en
blanco.
-Algo más.
-Han terminado de
descifrar los planos que robaste.
Quise corregirle,
decirle que los habíamos robado juntos, pero bastantes cosas tenía
ya en la cabeza como para encima recordarle que él había
participado en el proyecto Llenemos (aún más) de experimentos
genéticos el cielo de nuestra bella y libre ciudad.
-¿Cuánto tiempo
tardarán en empezar a experimentar?
-Aún tienen que
encontrar la manera de reproducir las células, pero, dada la
facilidad con la que entraste aquí, no me sorprendería un mierda
que ahora mismo una coalición estuviese dentro y sacando alas de los
laboratorios sin que nosotros nos enterásemos.
-Habéis aumentado
la seguridad.
-Sí.
En realidad, no le
había hecho una pregunta, pero lo vi tan nervioso que decidí no
corregirlo.
-¿Y?
-Seguís siendo más
listos.
Abrí los brazos.
-Vaya, gracias.
Él sacudió la
cabeza, pasándose una mano por el pelo.
-Tenemos un mes
como mucho, Cyntia. Wolf no está seguro, porque no está dentro de
la comisión que lleva todo eso, pero dice que la euforia va
creciendo a cada minuto que pasa. Ya hay runners ofreciéndose
voluntarios para que les pongan las alas y prueben con sus espaldas,
aun sabiendo que es bastante probable que no sobrevivan.
Eso me produjo un
escalofrío. Se suponía que nos entrenaban precisamente para
aborrecer a los ángeles, y la velocidad con la que los míos
cambiaban de opinión (según había podido comprobar en mis propias
carnes) era tan chocante como tirarte a una piscina de agua helada en
un día en que el calor fuese insoportable.
Casi podía sentir
la sangre coagulada de mis cardenales protestando de puro terror.
-No podemos dejar
que empiecen a suicidarse por amor al arte. Todos y cada uno son
necesarios y muy valiosos-medité, acariciando el borde de mármol de
la barra americana. Él asintió.
-Ya habrá
bastantes bajas en la pelea, como para que encima tengan que ir
sacrificándose alegremente.
-¿Wolf te ha dado
alguna fecha?
-No quiero que
empiecen a desarrollar las alas, Cyn. Si las desarrollan, o las
roban, ya nada podrá pararlos.
-¿Te ha dado una
fecha o no?
-Hay rumores. No te
van a gustar.
-Me han llamado
traidora; eso es lo peor que he escuchado en mi vida.
-Se habla de dos
semanas.
Vale, tenía razón.
No me gustaba lo que acababa de oír.
Dos semanas en un
rumor significaban en realidad una semana en la vida real. Así
funcionábamos en todas las Bases, sin importar la Sección a la que
perteneciéramos: los demás runners sabían que se avecinaba algo, y
estaban alertas desde el instante en que escuchaban el rumor. No
importaba si se hablaba de que en un año se fuera a hacer tal cosa:
si la oías el 2 de enero, el 2 de enero ya estabas a la expectativa,
preparado para ayudar.
Nuestros rumores
eran así: amenazas que se lanzaban al viento para que la víctima se
asustara, y luego se enajenara, creyendo que tenía una oportunidad
de vencer, porque se prepararía... pero sólo haría que su caída
fuese aún más rápida. La gente enfadada comete errores. Y nosotros
bebíamos de esos errores cuales manantiales del agua de lluvia.
Taylor me lo
advertía a través de Louis sin decirle a Louis cuál era la
advertencia real: el peligro era inminente, debía estar preparada
para salir disparada y volver a luchar en mis filas, con los míos, y
destruir ya a todos los ángeles que fueran con el Gobierno.
Sin ellos, tendríamos más oportunidades de prenderle fuego a
aquella ciudad y tocar la lira mientras ésta era pasto de las
llamas, como aquel emperador de la época antigua, cuyo nombre se
negaba a acudir a mi cerebro.
Taylor me estaba
diciendo que me preparase ya para pelear. Que curase mis heridas, que
no me hiciese ninguna nueva, que entrenase mis piernas todo lo que
pudiera y que fuese tanto como me fuera posible a campos de tiro,
porque disparar y acertar me salvaría de aquel y de muchos apuros
más.
Porque en dos
semanas la Revolución ya habría empezado. Y la jodida corría
deprisa.
O te subías al
tren, o te arrollaba. No había términos medios.
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