El
fuego era parte de ella de la misma manera que el cielo pertenecía a las alas
del pájaro que lo surcaba, lo dividía en miles de millones de pedacitos
acompañados de sus hermanos y hermanas, creaba en él sectores, y hacía distingos
donde antes había uniformidad.
Incluso
estando sola, con las entrañas agarrotadas, el fuego conseguía calmarla. Y los
gritos de la ciudad que se quemaba a sus pies, lejos de su alcance pero lo
suficientemente cerca como para que las llamas devoraran su sombra, no hacían
más que tranquilizarla. Conspiradores. Traidores. Desertores. Todos ardiendo. Todos
muertos a la mañana siguiente.
Millones
de estrellas en forma de hogueras ardían en el suelo, mientras las auténticas,
de plata pura, contemplaban impasibles, al igual que la reina de plata. Puede que
ella fuera una de tantas, pensó. Le gustaba ser una estrella. Le gustaba mirar.
Le gustaba presenciar el espectáculo sabiendo que no le pasaría nada.
Porque,
oh, no. No le iba a pasar nada a su pueblo. Sólo sufrían los que habían pedido
aquello: el fuego elegía, y lo hacía muy bien. Había elegido el momento
preciso, como si supiera que necesitaba de ánimos, de alguien que le recordara
lo lejos que estaba de casa, el camino que había recorrido, las conquistas que
había hecho y los enemigos que había aplastado.
Las
piras funerarias de las que habían resurgido leyendas rodeándola como un aura
de esperanza.
Volvió
a desear no estar sola, tenerlo a su lado. Se lo reprochó mentalmente,
subiéndose un poco las pieles, que todavía le mantenían los hombros desnudos. A
pesar de todo, de las réplicas de constelaciones oscilantes, la noche se
empecinaba en soplar un frío viento del norte, de allí donde el bar besaba a la
tierra en la bahía más inmensa que había visto nunca, sonrojando sus mejillas
al igual que las paredes de su templo coronado de terciopelo azul y plateado.
A lo
lejos, un rugido. Otra llamarada que surgía y una sonrisa que se instalaba dos
segundos en su boca, antes de desaparecer como había llegado. Nuevos gritos se
unieron al coro infernal mientras, a lo lejos, pueblos salvajes lo celebraban
con danzas y sacrificios. Curiosamente, habían abandonado la tradición por una
noche, y no habían encendido hogueras. La reina pensó que era una buena idea,
que sus consejeros no habían podido estar más acertados… y que su cama bien
agradecería que él volviese a su lado.
Se
inclinó hacia delante, bebiendo del aire puro del agua. La pirámide era lo
bastante alta como para que las cenizas no llegasen a manchar su cuerpo, pero
se notaba su esencia. Y le encantaba.
Estaba
hecha de fuego. De fuego y sangre. Era un dragón, no una bestia del hielo. No necesitaba
de aire fresco, sino de los pulmones ardiendo, del sabor del infierno
clavándose en la lengua, enredándose con ella.
Otro
rugido más, una sombra que dividía la noche. Unos ojos brillantes que se
volvían para mirarla un instante. Ella asintió. La bestia se alejó, entendiendo
el mensaje, y cargó de nuevo contra los enemigos de su señora, madre, e hija. La
protegían como no la había protegido nadie, y ninguna magia sería más poderosa
que la que ella misma podía invocar, la que corría por sus venas.
Se volvió
y entró en sus aposentos. La cama era inmensamente grande, demasiado para una
emperatriz que tenía que dormir sola. Se quitó las pieles, y se metió desnuda,
como hacía siempre, debajo de las sábanas. Se encogió automáticamente, como
venía haciendo meses, años, esperando el abrazo que no llegó. A él le gustaba
hacerse de rogar, hacer que las reinas suplicasen, pero esta vez, no hubo
súplicas. No hubo lágrimas.
Se inclinó
y cogió otra manta más. Podía darse calor ella misma.
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