domingo, 30 de octubre de 2016

La única chica por la que merece la pena pelearse.

Dicen que las posibilidades de que te mates en un accidente de avión son menores que el morir porque te caiga en la cabeza una maceta según vas paseando por la calle.
               Hay gente que lo consideraría no tener nada de suerte, pero, ¿no es precisamente tener muchísima suerte el burlar de aquella manera a la estadística, y estar en un avión destinado a caerse, o en la trayectoria de una maceta según se precipitaba hacia el suelo?
               La gente que la palmaba en los accidentes de avión tenía suerte.
               El que no tenía suerte era yo.
               Menudo puto añito llevaba, y eso que apenas llevábamos dos semanas.
               Creí que el volver al instituto contribuiría a que los ánimos se calmaran un poco, yo me sintiera algo mejor, y tuviera una distracción para no pensar en ella, pero me equivocaba. Alá me había puesto en este planeta para hacerme sufrir, estaba claro.
               Aunque me la cruzaba bastante menos por los pasillos, y había empezado a ir con Sabrae al instituto, y volver de éste, zumbando antes de que yo apareciera, todavía el universo se las apañó para hacer que nos encontráramos dos veces.
               El pobre Tommy no sabía qué hacer conmigo, y por más que yo intentaba fingir que estaba bien, no podía engañarlo. Se me había terminado el cupo de mentiras precisamente cuando más lo necesitaba.
               A ver, lo cierto es que me restringía bastante mi comportamiento pseudo depresivo, y me lo pasaba bien con los chicos cuando salíamos, y también cuando estábamos entre clase y clase o en el recreo, pero Tommy notaba que mis carcajadas duraban un poco menos, y que prestaba menos atención en clase.
               Si hubiera seguido un par de días más, cómo me sentía se habría reflejado incluso en mi rendimiento en matemáticas, la única área donde me desenvolvía siempre bien, pasara lo que pasase.
               Tommy me dio una palmada en el cuello cuando entró la profesora de Historia, yo lo miré, le sonreí con cansancio, un poco reconfortado por el cariño que había en sus ojos, y protesté cuando me pellizcó la mejilla al susurro de:
               -Pero qué rico eres-era lo que me hacía mi abuela; yo no lo soportaba, él sabía que no lo soportaba, y por eso lo hacía.
               Pasaron apenas diez minutos desde que la profesora se sentó, se mesó el pelo mientras pasaba lista, leyendo nuestros nombres sin molestarse en levantar la mirada para ver si alzábamos la mano o dábamos alguna señal no sonora de que “Knowles, Tamika” era Tam, “Malik, Scott” era yo, “Tomlinson, Thomas” era Tommy, “Whitelaw, Alec” era Al, o “Belfort, Jordan” era Jordan. Porque, sí, siempre se lo saltaba, y Jordan siempre tenía que levantar la mano, soltar:
               -No me has mencionado.
               -Ay, sí, perdona-asentía la profesora, y Jordan espetaba:
               -¿Es porque soy negro?-y toda la clase se echaba a reír.
               Entonces, la profesora sonreía, nos mandaba callar, diciendo que íbamos atrasadísimos en el programa, y procedía a darnos un somero resumen del temario antes de pasarse cerca de media hora contándonos anécdotas sobre su vida.
               Nos estaba contando el origen de la revolución rusa cuando Alec la interrumpió, diciendo que era mentira que habían sacado a la familia real del zar a los jardines para proceder a su ejecución: los habían matado en el Palacio de Invierno; si no, no tendría sentido lo de la leyenda de Anastasia, la princesa a la que los revolucionarios no habían asesinado y que se suponía que podría salir de las sombras en cualquier momento y reclamar el trono de Rusia.
               Aunque tuviera, según nuestros cálculos, cerca de 160 años.
               La profesora se frotó la cara, quitándose las gafas. Estaba acostumbrada a que le hicieran preguntas, e incluso a que alguien le discutiera la versión oficial (estábamos en la edad), pero solía defenderse con elegancia, machacándonos con hechos.
               No era el caso. La abuela de Alec era rusa, así que él podía discutírselo mejor que los demás.
               Estaban enzarzados en una especie de discusión-debate cuando llamaron a la puerta.
               -Mira, Al, la KGB viene a buscarte-se burló Logan, y Alec le tiró un bolígrafo, el único material que traía a clase desde hacía varios meses.
               Se trataba de una de la conserje, Kate.
               -Hola, Lucy. Perdona que te moleste. Vengo a por Scott, tengo que llevármelo al despacho del director-dijo, buscándome entre la multitud-. Malik-se apresuró a añadir, al ver que me miraba con Scott Austin, mi tocayo que se sentaba en última fila, en la esquina contraria a la clase.
               No era ninguna novedad que lo llamaran al despacho del director: su grupo se metía en mil veces más movidas que el nuestro.
               -¿Está aquí?-carraspeó Kate, después de comprobar el post-it que traía con el número de mi clase. Me levanté, y ella clavó los ojos en mí. Susurró algo parecido a “sí, claro, tú eres Scott”.
               Sí, claro, yo soy Scott. Malik. No soy clavado a mi padre a mi edad por nada.
               Tommy arrastró la silla y comenzó a incorporarse. La profesora ni se inmutó. Nunca habíamos ido al despacho de director solos; siempre nos metíamos en las mismas movidas, nos caían las mismas broncas y nos aplicaban los mismos castigos. En realidad, el estar metidos en una clase durante todo el recreo no era un castigo si estábamos juntos, pero sospechábamos que nadie quería hacerse cargo de un estudiante en una clase si ya había otro metido en la contigua, bajo la vigilancia de un colega.
               Lucy se frotó la cara de nuevo, asintió con la cabeza y empezó a decirnos que volviéramos derechitos a clase después de hablar con el director.
               Pero Kate la interrumpió.
               -En realidad-se puso coloradísima-, sólo vengo a por Scott. Nadie me ha dicho nada de traerme a Tommy. Es más, específicamente se me ha dicho que sólo tengo que buscar a Scott.
               Tommy y yo nos miramos un momento. Sentí cómo huía toda la sangre de mi rostro, mientras él también me miraba, sin entender.
               Toda la clase se quedó en silencio mientras me subía al avión que se iba a precipitar al suelo desde 20.000 pies de altitud, en una caída libre tan angustiosa como duradera.
               Ninguno de nosotros cayó en la cuenta de por qué me llamaban sólo a mí. Por la expresión de Kate, no parecía que me fueran a ofrecer una beca. ¿Se había muerto alguno de mis abuelos? Eso no tenía sentido; me permitirían ir con Tommy. Tenía que ser otra cosa. Iba para que me echaran una bronca, pero, ¿qué había hecho yo, que Tommy no hubiera hecho también?
               Me levanté y me encaminé hacia la puerta, cuando Kate me detuvo.
               -Puede que quieras llevarte tus cosas.
               Un murmullo se levantó entre la gente mientras yo me la quedaba mirando, procesando sus palabras, como si me hubiera hablado en un idioma que me costaba comprender, y, acompañado de los susurros, me giré mecánicamente, metí las cosas en la mochila y me la cargué al hombro. Miré a Tommy una última vez, él me apretó la muñeca, dándome ánimos. Me estaba dedicando la típica mirada de “ánimo”, “luego me lo cuentas”, y “tranquilo”, todo a la vez.

jueves, 27 de octubre de 2016

Sherezalec.

Zoe podía decir las veces que quisiera que estaba bien sin mí, que no tendría tiempo a echarme de menos porque tendría un instituto que mantener a raya, unas siervas a las que dirigir, y un ejército de tíos al que tirarse… pero las dos sabíamos que no era así.
               De todas maneras, no hacía falta que lo dijéramos en voz alta. Incluso si no lo hubiéramos sentido en el fondo de nuestros corazones, el hecho de que hubiera venido a mi apartamento y se hubiera sentado al borde de la cama a contemplar cómo vaciaba aún más mis armarios ya evidenciaba la añoranza que sentíamos la una por la otra.
               Me hizo sentirme un poco mal por estar anticipando mi vuelta a Inglaterra, la verdad. Era lo único que dejaba atrás en Nueva York que me importaba realmente. Lo único por lo que merecía la pena luchar y que no podía seguirme.
               Fingimos que no nos importaba mientras me tendía una bolsa de la tienda de lencería a la que solíamos ir antes de que yo me marchara. Sonrió con tristeza cuando cogí el paquete negro, deshice el lazo blanco, y separé las solapas de azabache para descubrir una caja del mismo color.
               -¿Y esto, Z?
               Aleteó con sus pestañas cargadas de rímel.
               -Para que vuelvas pronto, y que detrás te traigas a tu inglés.
               Destapé la caja, que también estaba asegurada con un lazo perla, y saqué un bralette negro con unas bragas a juego. Todo era de encaje, todo con transparencias, sin dejar mucho espacio a la imaginación. Justo como les gustaba a los tíos, a todos los tíos, pertenecieran a quien pertenecieran, provinieran el país que proviniesen, y tuvieran un deje tan sensual en la voz que, cada vez que los escuchabas hablar, te daba la impresión de que te estaban haciendo el amor en los oídos.
               Zoe se dejó abrazar; era lo que estaba esperando que hiciera cuando fue a la tienda a por aquello. Le importaba una mierda Tommy, le importaba una mierda que Scott estuviera bueno (ya no hablemos de Eleanor, le importaba una mierda que tuviera novia; si ella lo quería, lo tendría), le importaba una mierda el chico de ojos verdosos que había visto en las fotos de Instagram de mi inglés y sus amigos… porque estaban lejos, no los conocía, no como a mí.
               Y yo me iba con ellos, la dejaba atrás sin miramientos.
               Por un buen polvo se cogen aviones, Di, me había dicho una vez, antes de convencerme de que la acompañara hasta el JFK para coger un avión a Ontario, donde estaba de vacacione el hijo de uno de los socios de sus padres, al que se había tirado en varias ocasiones, y al que le apetecía tirarse aquel fin de semana.
               Lo hizo, por cierto.
               No éramos de las que se quedaban con  las ganas de hacer algo. Solíamos conseguirlo, sin que el precio fuera relevante, pues: a) a nosotras siempre se nos hacía descuento y b) éramos ricas.
               La cubrí a besos, rebusqué en mis cajones en busca de una caja que había ocultado durante unos días, después de un paseo con mis padres por la Quinta Avenida en la que el objeto que iba a darle me llamó a gritos, con una pancarta de “¡soy para Zoe, entra a comprarme!” y sonreí cuando lanzó un chillido, sacando el collar de perlas más grande del mundo y enredándoselo varias veces alrededor del cuello. Su pelo cobrizo adquirió un nuevo brillo cuando la Luna dividida en múltiples esferas contrastó contra las llamas consumiendo una pila de hojas otoñales.
               Me estrechó entre sus brazos y nos echamos a llorar, y fue ahí cuando me di cuenta de cuánto nos echábamos de menos, con qué alegría habría cambiado mi destino, lo que habría dado porque yo no volviera a Inglaterra.
               Lo que habría dado yo por no permitirle que me dejara marchar cuando me bajara del avión y hablara con Tommy sobre lo que había hecho unas noches atrás.
               Z me observó en silencio mientras me ponía el vestido que me había ayudado a elegir la noche anterior (de corte de tubo, gris, que se me pegaba al cuerpo como una segunda piel, pero grueso para no permitirme pasar frío, y de hombros al descubierto) y asintió con la cabeza cuando le pregunté si me hacía una coleta, o mejor llevaba el pelo suelto.
               Cogió unos anillos de mi joyero y un colgante dorado, compuesto exclusivamente por un pequeño triángulo al que sostenía una cadena tan fina que casi parecía levitar.
               Era el que llevaba puesto la última vez que lo vi. Y Zoe lo sabía.
               -Veremos si tu inglés te merece, Lady Di-bromeó, pasándomelo por el cuello, apartándome el pelo con una mano y enganchando el colgante en la otra. Me volví hacia ella.
               -Tienes que venir. Quiero que lo conozcas-le cogí las manos-. No hagas planes para Pascua.
               Zoe hizo una mueca.
               -¿Piensas estar con él hasta Pascua?
               Puede que fuera el haber llamado a Scott y darme cuenta de hasta qué punto era verdad lo que le había dicho a su amigo en el aeropuerto, puede que influyera el que Tommy y yo nos hubiéramos acostado entre arte, puede que fuera que sólo él podía mostrarme una faceta del sexo con la que los demás ni siquiera soñaban… o puede que, simplemente, el primer amor sea el que sientes con más fuerza, el que te hace decir más tonterías, y por el que más estás dispuesta (casi deseas, a un nivel místico) a sufrir.
               Por eso, y porque estaba frente a Zoe y no frente a otra persona, dije sin dudar:
               -Pienso estar con él hasta que exhale mi último aliento, Z.
               Zoe sonrió, acariciándome el cuello con la mano que le había dejado libre. Puede que le pareciera tierno mi lado sensible, un lado que no sabíamos que yo poseía.
               Ojalá le enterneciera la parte de mí que tenía los días contados.
               -Dijimos que nunca nos convertiríamos en esas chicas que sólo cogen aire para suspirar por sus novios, Didi.
               -Cuando lo conozcas, lo entenderás, Z.
               Me dedicó una sonrisa torcida que le hinchó exclusivamente una mejilla. Me acarició los nudillos.
               -Me da muchísima pena que te vayas otra vez-confesó-, pero viendo cómo te marchas, y viendo cómo estás por quien te espera al otro lado… creo que hasta me alegro.
               -¿Y porque tienes toda Nueva York para ti sola?
               -Sí, Didi, ¿te imaginas la cantidad de polvos que voy a echar ahora que no tengo competencia?-nos echamos a reír-. No, ahora, en serio. Esta ciudad se me hace inmensa sin ti.
               -Oh, Zoe-sonreí, inclinándome hacia ella y volviendo a estrecharla entre mis brazos, inhalando el perfume de lavanda que se ponía cada vez que se bañaba. No recordaba que nos hubiéramos puesto tan sensibles en toda nuestra vida, pero, a la vez, también entendía que la situación en la que estábamos era completamente nueva.
               Mamá llamó a la puerta; apenas fue un roce con los nudillos antes de tirar del picaporte y mirarnos con aprensión.
               -¿Diana? ¿Estás lista?

viernes, 21 de octubre de 2016

Cachorros de Golden Retriever.

Si resultábamos un cuadro patético tanto por su contenido como por la forma en que estaba pintado, papá no hizo ademán de criticarlo. Bien podría no haber advertido su estructura, bien podría no haberse dado cuenta de todo el dolor que había en mi habitación.
               Tirados en mi cama, con los cuerpos enredados, abrazándonos el uno al otro como si nos fuera la vida en ello, Tommy y yo teníamos los ojos igual de rojos, manifiesta la rojez de tanto llorar. Ya se nos habían acabado las lágrimas, pero nuestros estómagos seguían retorciéndose y nuestro pecho continuaba doliéndonos, ardiendo, como si tuviéramos el mismísimo infierno en los pulmones.
               Estábamos un poco mejor, eso sí. Después de que nos hartáramos a llorar, pegándonos el uno al otro, calmándonos, riéndonos por tonterías que sólo entendíamos nosotros y no conseguiríamos explicar a nadie más por mucho que nos hicieran sentarnos frente a un diccionario y nos permitieran buscar la palabra exacta al final de los tiempos, y volviendo a deprimirnos, haciendo llorar al otro porque empezábamos antes, Tommy había sorbido por la nariz, se había frotado los ojos, me había mirado con esos dos océanos inyectados en la sangre de unos guerreros que habían muerto defendiendo a su patria de ultramar, y había susurrado, apenas un hilo de voz ronca, como si estuviera acatarrado:
               -¿Vemos vídeos de perritos?
               Yo lo había mirado, también le había sonreído con tristeza, mordiéndome el piercing.
               -Creí que no me lo ibas a pedir nunca, T.
               Los cachorros eran la mejor terapia de choque contra la tristeza que uno pudiera encontrar. Eran mejores que el chocolate: no engordaban, no te hartabas de ellos, no te dolía la tripa después de pegarte un atracón… y lo mejor de todo era que  podías ver todos los vídeos que quisieras.
               Porque tu corazón dolorido se retroalimentaba de aquellas hermosas criaturas.
               Estábamos mirando un vídeo de unos cachorros de Golden retriever acercándose a una piscina y dándose un baño por primera vez cuando papá abrió la puerta, puede que para preguntarnos algo, como si Tommy iba a comer en casa o si teníamos hechos otros planes, y se nos quedó mirando.
               Hacía tiempo que había dejado de no saber qué decir.
               Sólo podíamos estar así por una cosa.
               -¿Mujeres?-preguntó, y los dos asentimos, sorbiendo por la nariz, sonriendo con tristeza, haciendo como que no nos poníamos vídeos de cachorros para que, si nos volvían a entrar ganas de llorar, no tuviéramos la certeza de que fuera por culpa de nuestros problemas, sino de lo bonitos que eran aquellos seres.
               -Ser hetero es una mierda, Zayn-se quejó Tommy, que se había lamentado en varias ocasiones durante la mañana de no haberse “pasado” al bando de Logan, que seguro que no lo pasaría tan mal como nosotros, porque Logan lo tendría más fácil para controlarse, Logan lo tendría más fácil para encontrar a alguien cuyo único objetivo fuera destruirte.
               Papá solamente asintió, cerrando los ojos. Tommy se pegó un poco más a mí. Cuando papá hacía eso, le recordaba a mí. Cuando yo hacía eso, le recordaba a mi padre a Louis.
               -He intentado millones de veces irme al lado oscuro, siempre que me peleo con Sherezade-confesó-; pero luego la miro y, aunque esté enfadadísima conmigo, sé que me sería imposible alejarme de ella. La seguiría al fin del mundo-comentó, perdido en sus pensamientos, por un momento sin vernos, sino de vuelta en aquel barco donde la vio por primera vez, recortada contra las estrellas, hecha de éter.
               Joder, ¿por qué sentía que era yo el que estaba en ese barco, que era yo el que la miraba?
               Y, sobre todo, ¿por qué la silueta no era la de mi madre nueve meses antes de convertirse estrictamente en “mi madre”, sino la de Eleanor cuando fui a buscarla a Victoria, en aquel fin de semana en el que nos juramos amor eterno, parece ser que mintiéndonos descaradamente el uno al otro?
               -Todo esto es horrible-comenté, sin hacer caso de cómo los perros pataleaban emocionados ante el contacto con el agua. Tommy me miró y asintió; me pegué un poco más a él. Estaba bien tener algo cercano a lo que agarrarse, algo cálido que impidiera que te congelaras, algo en lo que confiar, una piedra que se resiste a ser engullida por la marea.
               -Os traeré unas cervezas-solventó papá, que sabía que estábamos en buenas manos cuando estábamos en manos del otro. Los dos asentimos, esperamos a que cerrara la puerta, y luego nos miramos.
               Fue una de aquellas veces en las que el tiempo se detuvo y nuestras mentes se fusionaron; supimos todo lo que le pasaba por la cabeza al otro.
               A él le preocupaba lo que había hecho, sí, pero con quién era un tema todavía más aterrador. No podía volver a pillarse por Megan, no podía volver a acercarse a ella. La pelirroja haría tambalear lo que estaba construyendo, el inmenso rascacielos que sería su vida y sus relaciones ahora que había aceptado, por fin, que podía amar a dos chicas a la vez.
               Y él veía en mí todo lo que me atormentaba el tener que decirle adiós a la chica de mis sueños, a la que no me hubiera imaginado ni con todo el empeño del mundo, por cuidar de mi alma gemela.
               Joder, lo que no haría yo porque Tommy no se sintiera como se sentía, y lo que él haría porque yo no me sintiera como lo hacía.
               Papá nos dejó al lado de la cama una caja con seis botellines de cerveza, nos revolvió el pelo a ambos, sonrió cuando protestamos y volvió a dejarnos solos.
               Abrimos las botellas, entrechocamos los culos de éstas y le dimos a “siguiente vídeo”. Teníamos una lista de reproducción con vídeos de cachorros ya creada; fue una de las mejores decisiones que pudimos tomar en la vida.
               Terminé deslizándome por la cama hasta tener la cabeza apoyada en su pecho, sentía las pulsaciones de su corazón, ya bastante más relajadas, en la base de la nuca.
               -Scott-dijo en tono lastimero, un tono en el que nunca se debería decir el nombre de nadie-. Dime que lo de Trixie es mentira-me suplicó. Me puse rígido al momento: ¿sabía algo? No, no podía saberlo; de su tono de voz no se deducía enfado alguno.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Terivision: La chica del tren.

Rescato esta sección del blog que tengo tan abandonada (al fin y al cabo, últimamente vivo para escribir Chasing the stars) para darte mi opinión sobre:

¡La chica del tren! Se trata de una novela escrita por Paula Hawkings que narra la historia de Rachel, una alcohólica que toma todos los días los mismos trenes, y que siempre se queda mirando una pareja que vive en una casa de su antiguo vecindario. Rachel les imagina una vida perfecta; pero se da con un palmo de narices cuando la mujer que habita esa casa desaparece sin dejar rastro, y Rachel siente que es en parte culpa suya, pues tiene vagos recuerdos de haber visto a la mujer la misma noche en que desapareció…
Ya me habían hablado de este libro el año pasado, pero por un motivo u otro no terminaba de animarme a leerlo: tengo un montón de libros pendientes, y la verdad es que no ayudó mi decisión de volver a leer Memorias de Idhún (aunque no me arrepiento, en absoluto). No fue hasta que fui al cine para ver Nerve (hola, Dave Franco) cuando me entraron ganas de leerlo de verdad, después de que me pusieran el tráiler de la película basada en el libro. No sé qué fue más gracioso: el hecho de que yo no supiera que se había rodado esa película, a pesar de que Emily Blunt, actriz que me encanta, trabaja en ella, o que me pusieran el tráiler en catalán. Aunque no lo entendí todo, me quedé con la copla de lo que iba más o menos el asunto, y creo que tengo que dar las gracias de no haber terminado pillando todo lo que decían los personajes, porque, al parecer, el tráiler te cuenta todo el libro sin dejarte casi margen a la imaginación.
En fin, el caso es que me animé a leerlo justo después de terminar Memorias de Idhún, todavía arrastrando un poco la depresión de haber vuelto a mi infancia a través de las páginas de esa trilogía, y lo cierto es que, si bien me chocó un poco la estructura del libro (narrador en primera persona, alternando entre tres narradoras y dando diversos saltos en el tiempo) y me costó en ocasiones seguir el hilo de la historia debido a los saltos temporales que se dan entre las narradoras, terminé por cogerlo con ganas. La chica que me lo había recomendado hablaba maravillas de él el año pasado, pero cuando le dije que lo estaba leyendo me dijo que “estuvo bien”, pero era previsible. Sinceramente, a mí no me lo pareció. Sí que es verdad que hay un punto que sabes de sobra qué va a suceder, SPOILER (más o menos), selecciona el texto si quieres seguir leyendo, y es que Rachel no mató a Megan, como la autora intenta hacerte creer en un movimiento bastante absurdo con respecto al sábado en que se emborrachó, pero la identidad del asesino permanece en el aire hasta el último momento.
Lo que más me ha gustado de la novela ha sido el trasfondo psicológico que le da la adicción de Rachel a la propia protagonista: se avergüenza de su vicio y trata por todos los medios de dejarlo, pero siempre termina cayendo en la tentación. Eso sí, la obsesión que tiene con la pareja de sus sueños llega a ser un poco preocupante, pues no le importa meterse en todo tipo de líos y que le hagan daño de varias formas diferentes con tal de ayudar a desentrañar qué le pasó a la chica que veía todas las mañanas, cuya vida perfecta había imaginado hasta el más mínimo detalle.
Es un libro que se deja leer muy bien, aunque debo reconocer que no le pude dedicar todo el tiempo que querría y no sabría decir si engancha lo suficiente como para querer leértelo de una sentada: ya no tenía tiempo para pasarme la tarde leyéndolo, y lo cogía en los momentos que tenía libres entre pasar apuntes, escribir, y hacer las tareas de casa. Eso sí, los fines de semana por la mañana eran para la lectura, así que puedo decir que me enganchó todo lo que mi horario le permitió.
En resumen: estuvo bastante bien; tampoco es que me esperara demasiado de él después de los comentarios de mi amiga. En ese sentido, no me decepcionó. Ahora, sin contar la manera en que la autora te hace cambiar de sospechas a medida vas avanzando (algo también muy típico en este género), por lo demás el libro avanza con bastante monotonía, excepto en los momentos puntuales en el que Hawkings quiere sorprenderte… y lo consigue.
Lo mejor: cómo Rachel endereza su vida a medida que va avanzando la trama.
Lo peor: Rachel es la típica exmujer patética que no es capaz de rehacer su vida ni dejar atrás su pasado; es un estereotipo andante de la divorciada de 30 años que, en teoría, se encuentra en los últimos momentos de atractivo de su vida y que debe correr contrarreloj para encontrar pareja. No me ha gustado su comportamiento obsesivo con su exmarido; me dio la impresión de que, en ese aspecto, se mantenía el cliché de que la mujer no es nada sin el hombre. Por mucho que el final intenta corregir esta idea, no me parece suficiente darle la vuelta a una situación cuando quedan apenas 4 o 5 páginas para acabar.
La molécula efervescente: en este caso, hay dos: “La vida no es un párrafo, y la muerte no es un paréntesis”… y la presencia de un Scott, de pelo también negro y al que, para más inri, le ponen los cuernos.
Ni descansando de mi novela ésta me deja vivir. Y lo que me encanta ᵔᵕᵔ
Grado cósmico: Planeta estelar {3.5/5}
¿Y tú? ¿Lo has leído? ¿Coincidimos o discrepamos en algo? Déjame un comentario con tu opinión; sabes que me encanta leerte

sábado, 8 de octubre de 2016

Zorra pelirroja.

No sabía cuánto tiempo más iba a aguantar así.
               Sí sabía, de sobra, cuánto más iba a aguantar Eleanor: lo que venía siendo nada.
               Pero a Tommy no terminaba de pasársele el disgusto con lo de Layla, y, encima, habían salido unas fotos de Diana en varias fiestas, fotos en las que ella no parecía demasiado afectada por su ausencia.
               Tommy decía que estaba bien, que no podía pretender que ella se quedara de brazos cruzados, esperando regresar para pasárselo bien, pero en el fondo yo sabía lo que le pasaba: la echaba de menos, terriblemente de menos.
               Al día siguiente de mi primera bronca en serio con Eleanor, estaba tumbado en la cama, mirando al techo, sin poder dormir. Me pregunté si Tommy estaría despierto, o si tendría que aguantarme y pasarme la noche en vela hasta que finalmente alguien mandara un mensaje al grupo. Puede que fuera Alec. Era sábado, y los sábados él solía levantarse temprano para despejarse haciendo ejercicio en soledad.
               Incluso me entraron ganas de preparar la bolsa de madrugada y pirarme en busca de algún gimnasio regentado por algún zumbado que decidiera que las 4 de la mañana era una hora óptima para levantar unas pesas o hacer un par de kilómetros corriendo en una cinta eléctrica.
               Pero no me hizo falta; vi que su última conexión había sido hacía unos diez minutos, que había entrado a mirar mi conexión (me salía en el historial de los mensajes la vez más tardía en que había entrado a mirar lo que yo tenía que decirle), así que me decidí a llamarlo.
               -S-dijo, sin aliento. Jadeaba como si hubiera corrido una maratón.
               -No puedo dormir.
               -Yo tampoco-susurró, carraspeó, y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía la voz ronca.
               -Hostia, tío, perdona, yo… si quieres, te llamo luego.
               -Es igual-Tommy tragó saliva, bufó y dejó escapar una exclamación, tranquilizándose-. ¿Quieres que vaya?
               -¿Quieres que vaya yo?
               -Bueno…-admitió, no demasiado convencido. Ninguno de los dos sabíamos lo que queríamos en ese momento. Yo llevaba toda la noche dándole vueltas a lo mismo: cuánto iba a aguantar yo, cuándo sería un buen momento para decírselo a Tommy, si esperar a que Diana volviera de Nueva York sería una buena idea para que él no lo afrontara solo…
               … y, finalmente, si merecía la pena estar pasando por todo eso.
               Y, cuando te empiezas a cuestionar si estar con tu chica merece todas las discusiones que tenéis, y los malos momentos… chungo, hermano.
               La respuesta había venido más rápido incluso que el escándalo por haberme planteado siquiera tal cuestión: sí, claro, o sea, mírala. Fue un “mírala” metafórico, se entiende, pero con eso me bastó. Mírala sonreír, mírala esperarte, mírala cogerte de la mano, mírala besarte, mírala buscándote por las noches, mírala jadear tu nombre en tu oreja mientras rodea tus caderas con sus piernas, mírala morderse el labio cuando está a punto de llegar…
               … mírala cabrearse porque tenéis que esconderos.
               Mírala llorar porque no le has dicho aún a tu mejor amigo que la quieres con toda tu alma.
               -Salgo en diez minutos.
               -Puedes salir ahora-protestó, tajante, pero yo negué con la cabeza, cerré los ojos, y me mordí el piercing. Éramos incorregibles, joder. Si estábamos tristes, y el sexo nos animaba, tendríamos sexo. Fuera como fuera. Fuera con quien fuera.
               -Tienes cosas que hacer-me burlé, y él se echó a reír, para después acabar suspirando.
               -Si la vieras, S…-dejó la frase en el aire, y yo entendí lo que quería decir. Si la vieras, S, tú también te quedarías despierto recordando cómo la tuviste y cómo la dejaste marchar, pensando en lo que la echas de menos, elaborando planes muy detallados de lo que le harás en cuanto la vuelvas a tener.
               No hagas eso con Eleanor, Scott. No seas Tommy. No la conviertas en Diana.
               Tragué saliva, esperé un tiempo prudencial, me vestí, me metí en la habitación de Sabrae (últimamente se quedaba con el móvil hasta altas horas de la madrugada, y luego protestaba porque no dormía bien, se hacía la mártir, le lloraba a mamá porque no quería ir a clase, y yo tenía que callarme y no decir ni mu sobre la cantidad de veces que cargaba el móvil al día –dos, la puta enferma lo cargaba dos veces al día –, porque como se me ocurriera abrir la boca sobre su nueva adicción a ella se le soltaría la lengua sobre por qué a la balanza de la Dama Justicia del despacho de mamá se le había tenido que pegar con pegamento una de sus cadenitas) y la sacudí para despertarla.
               Porque, milagrosamente, estaba dormida.

sábado, 1 de octubre de 2016

Entierra a tu monstruo.

Un nuevo mensaje antes de empezar el capítulo: como habrás podido comprobar, éste se ha hecho esperar más que los demás. Ahora que he empezado a clase, no voy a tener tanto tiempo para escribir, así que he decidido que voy a subir un capítulo cada semana; si puedo, incluso os colgaré dos. ¿Os parece bien? 
¿O preferís que sean dos, pero de la mitad de tamaño? No puedo garantizaros esto último, pero me gustaría teneros felices en la medida de lo posible. 
Dicho esto, y sin más dilación... ¡que disfrutéis!

Ya había pasado lo peor. Creo. Me ardía la cabeza, sentía que podía oír hasta el más leve aleteo de cualquier mosca que se atreviera a volar por el piso de abajo, y notaba los latidos de mi corazón en cada fibra de mi cuerpo.
               Me dolía el estómago, tenía las piernas matadas, las manos entumecidas… y me escocían los ojos, a pesar de que los párpados los protegían de la luz que ni siquiera entraba por la ventana abierta. Mi madre no era una sádica, y no me había subido la persiana como debería haber hecho para que me levantara.
               Iba a morirme a oscuras.
               Y lo único que me importaba era lo muchísimo que me molestaba la luz que se colaba por la rendija de la puerta, el mínimo hueco que había entre ésta y el suelo, un hueco del que yo no me había percatado hasta esos momentos: los de resaca.
               Me iba a morir allí, a oscuras… pero me iba a morir solo.
               Joder, no podía hacerle eso a Scott. Que yo me muriese acabaría con él. Tenía que hacer algo, pero, ¿qué? No podía seguir resistiendo aquella luz incidiendo sobre mí mucho más tiempo, me estaba incendiando el alma; tampoco podía levantarme y poner algo por debajo de la puerta para que ésta no accediera a mí, por lo que yo sé, podría ser incluso tetrapléjico. Quizá yo inaugurara una nueva categoría de paralíticos, los paralíticos por alcohol, simple y llanamente. No por accidentes de tráfico ni por enfermedades degenerativas, no, sólo por vodka, chupitos, tequilas.
               -No voy a volver a beber así en mi puta vida-me prometí, y me estremecí, y me dolió estremecerme, pero más me dolió el escuchar mi voz en el silencio sepulcral de mi habitación, aquel silencio que me hacía enterarme de todo lo que pasaba en un radio de 50 kilómetros.
               Creo que incluso podía oír a Alec follándose al ligue de turno en su casa, a varios kilómetros en línea recta desde la mía.
               Me tapé con la manta, bufé, ay, señor, llévame pronto, susurró mi mente, aturullada por tanta sensación. Haz que acabe este sufrimiento, señor. Soy tu humilde servidor.
               Me cago en el hijo de puta que decidió crear el alcohol.
               Tenía frío, empecé a tiritar, me encogí un poco sobre mí mismo y descubrí que estaba desnudo. Pero, ¿quién me había quitado la ropa? Recordaba cosas aisladas; llegado un punto, mi memoria se autodestruía y no me dejaba avanzar más allá de cuando salí al jardín, buscando a Scott, como si éste fuera una náyade que tuviera que acudir a los bosques para poder renovar sus energías.
               Recordaba llamar a Diana. Ver las fotos que me había mandado mi hermano pequeño de ella en una gala. Considerar seriamente la posibilidad de meterme en el baño, aliviarme como tan bien sabemos hacer los tíos, y fingir que no había pasado nada. Su voz. Cómo le dije que la quería.
               Alec recogiendo a Sabrae, Sabrae borrachísima, puede que peor que yo, intentando quitarle la camisa, fracasando estrepitosamente, y riéndose mientras él le acariciaba las manos para que se estuviera quieta, y Tam y Bey, que se habían cambiado el peinado para confundirlo, le hacían un par de trenzas.
               Pensé en el desierto, no sé por qué. Me esforcé en intentar encontrarle sentido a las cosas. Creo que me encontré con Scott, finalmente. ¿Pensaba en el desierto por su piel de color de arena?
               ¿Por qué me venía a la mente la imagen de un cactus?
               Joder, qué frío. Si no me muero por la resaca, me muero congelado.
               Señor, llévame pronto, supliqué.
               El señor no me llevó, pero me trajo a alguien. Escuché cómo llamaba a la puerta, casi escuché las comisuras de su boca curvándose en una sonrisa cuando le abrieron, sus pasos atravesando la casa, subiendo las escaleras, viniendo hasta mi habitación.
               Tenía la boca pastosa, como si me hubiera comido cincuenta empanadas de atún sin beber un solo vaso de agua.
               La presencia llamó a la puerta.
               -Ah-gemí, y la luz, la Luz, la LUZ con mayúsculas irrumpió en mi habitación un segundo, lo suficiente como para que yo anhelara quedarme ciego. Seguro que así, por lo menos, no me molestaba tanto.
               La presencia se sentó a mi lado en la cama, me destapó un poco para mirarme a los ojos.
               Y Scott sonrió.
               -Joder, T, y yo que venía con ganas de mimos-se burló, y yo me lo quedé mirando.
               -Me estoy muriendo-le dije, y se rió en silencio, porque era un santo, era la mejor persona que te pudieras encontrar, la puta que lo parió, estaba enamorado de él. No quería molestarme.
               -No me extraña.
               -¿Qué hice ayer?
               -Coger la mangada de tu vida.
               -No voy a volver a beber nunca-aseguré, abrazaría el juramento de mi madre, que sólo bebía champán, y sólo había bebido dos vasos seguidos en un acontecimiento bastante importante: su boda. Así se vivía mejor. La vida era más aburrida, pero era vida, no sufrimiento constante.