martes, 23 de abril de 2024

Partners in crime.

 ¡Hola, flor! Como siempre y en todos los mejores días del año, como ya llevo haciendo la friolera de ¡siete años!, quería desearte ¡un muy feliz Día del Libro ᵔᵕᵔ! Además, sabes que estos días llevan siendo particularmente especiales para mí desde el año 2017, el año que terminaba en mi número favorito por aquel entonces. No obstante, debo decir que el número 23 ha ido escalando puestos en mi ránking numérico hasta situarse en un reñido primer lugar, y todo es, en parte, gracias a Sabrae. No mentiré y diré que ha sido un camino de rosas, ya que ahora más que nunca, la novela requiere sacrificio por mi parte, ya que me estoy volviendo más perezosa y tengo mucho menos tiempo del que tenía hace, por ejemplo, un año. Y, aun así, la verdad es que sigo sintiéndome igual de honrada y agradecida que el día que publiqué el primer capítulo de esta novela, hoy hace siete añazos, para festejar también el día en que nacía Scott.
               Cada capítulo que pasa sigue superando mis expectativas no sólo por ser capaz de mantener un hábito durante tanto tiempo sin fallar, salvo en contadísimas ocasiones, ni al compromiso que tengo conmigo misma ni al que te tengo. Y tú haces, precisamente, que ese esfuerzo merezca la pena, que ponga determinados guiños y que me anime a seguir mis brujuladas a pesar de que adoro mis notas porque proceden de mis mejores momentos de inspiración (fundamentalmente, cuando estoy tranquila y dejo que me asalten las musas); pero es una brujulada lo que nos ha traído hasta aquí.
               Toca, de nuevo, darte las gracias por tu apoyo a lo largo de estos años. Especialmente si sigues estando ahí, si te dejas ver de vez en cuando (o con la infalibilidad con lo que lo haces tú, Paula ), y si me demuestras que no llevo siete años gritándole al vacío, ya sea con un mensaje directo, con un voto, o con audios disculpándote porque a veces la vida te supera y echas de menos leerme. Que lo que hago importa, y que Sabrae y Alec y todos sus amigos viven más allá de ese tiempo que yo dedico cada fin de semana a ponerme en su piel y escribir con sus palabras. Gracias, gracias, gracias, por acompañarme durante casi 300 capítulos en una novela que supuestamente como mucho tendría 20. Aunque el camino es cansado en ocasiones y es un esfuerzo y unas notas en la agenda cuando ahora ya no me apetece mirar la agenda… debo decir que merece la pena, y me alegro muchísimo de haberlo emprendido hace hoy siete años. Mi cifra de la suerte.
               Pues eso, ¡muchísimas gracias por todo! Siento que he crecido escribiendo esta novela, y que no sólo lo han hecho Alec y Sabrae. Que tú hayas crecido conmigo es un privilegio que no voy a dar por sentado, te lo puedo asegurar.
               Una vez más… ¡feliz Día del Libro, feliz cumpleaños a mi queridísimo Scott, y feliz aniversario de Sabrae! Gracias, gracias, gracias por estar ahí.  
                




 
-¿Así es como os sentís las tías cuando nos corremos en vuestra cara?-pregunté, y las gotitas que Mimi me había estado echando por las mejillas después de ordenarme que mirara hacia arriba y cerrara los ojos (algo completamente contradictorio, porque, ¿cómo iba a mirar a ningún lado con los ojos cerrados?) se detuvieron igual que empezaron.
               Entreabrí un ojo para mirar a mi hermana, que tenía los ojos tan decididamente en blanco que dudé que pudiera devolverlos a su posición normal, y luché con todas mis fuerzas por contener una sonrisa.
               Fracasé, pero a pesar de que odiaba perder, esta vez no me sentí fracasado en absoluto. Todo lo contrario.
               De hecho, creo que lo había pasado en las últimas horas era suficiente para no sentirme un fracaso en las próximas… no sé, tres reencarnaciones, como poco. Había intentado disimularlo en la medida de lo posible, pero cuando sientes que resplandeces desde dentro te es muy difícil no acercarte a cada espejo para bañar el mundo con tu luz; por suerte, Mimi se sentía generosa y no le importaba en absoluto el tener que compartir el protagonismo del día conmigo.
               Si ya de por sí hacía lo que le daba la gana conmigo, en su cumpleaños se volvía todavía más mandona, hasta el punto de sentirse con derecho a dictar también lo que harían mamá, Dylan, Mamushka y, aparentemente, también Sabrae. Había dormido plácidamente durante toda la noche, sabiéndose dueña y señora de nuestro destino durante las próximas veinticuatro horas y, dado que le encantaba ir de princesa por la vida, en cuanto había salido el sol y yo me había desperezado con mis dos chicas preferidas al lado, Mimi se había puesto a mandar. Quería esto, y aquello, y lo de más allá.
               Y yo… yo estaba de tan buen humor, sorprendente después de todo lo que había pasado, que estaba más que dispuesto a dárselo. Le daría lo que me pidiera y todavía más.
                Mimi se había estirado en mi cama con la chulería de una gatita y un descaro impropio de una bailarina antes de mirarnos a Sabrae y a mí, tumbados al lado de ella, bastante menos espabilados, y esbozar una sonrisa maligna.
               -Qué bien nos lo vamos a pasar hoy-ronroneó, saltando de la cama y corriendo a mi armario, sabedora de que Sabrae no se atrevería a plantarle cara eligiera la prenda que eligiera.
               Mamá nos había sorprendido en el comedor del piso inferior con un desayuno digno de la familia real; no sólo había dispuesto en la mesa todos los platos que más entusiasmaban a mi hermana, sino también a mí y a Saab: desde yogures, frutas en almíbar, frutos silvestres en cuencos pequeños, varios tipos de cereales y siropes para Mimi; pequeñas pastitas rellenas de praliné, recubiertas de chocolate o con lacitos de nata acompañadas de chocolate caliente para Saab; y huevos revueltos, beicon, salchichas y varios tipos distintos de quesos con zumos de arándanos o naranja para mí; mamá no había reparado en gastos y se había decidido a mimarnos a todos por igual. En el comedor había varias tiras de confeti colgando del techo, enlazando las distintas esquinas con la lámpara, seguramente por obra de Dylan.
               Todavía no habíamos empezado a llenar la casa de globos, pero eso no significaba que Trufas no pudiera pasearse por ahí con un gorrito de fiesta de colores; el tercero, concretamente, que le ponían en una hora. Parece ser que al pobre animal no le entusiasmaba particularmente ser el único unicornio de bolsillo y con una melena al viento que había conocido la humanidad.
               Después de un desayuno con el que bien podríamos haber reventado todos, y con el que eché muchísimo de menos la cocina de mi madre y a mi familia en general, Eleanor había hecho acto de presencia cargando varias bolsas de papel de tiendas caras y chillando:
               -¡Feliz cumpleaños, zorra!
               Con lo que la familia había crecido todavía un poco más, lo cual implicaba que los juegos de ese día se volvían aún más interesantes.
               Las reglas eran sencillas: Mimi mandaba y todos nosotros obedecíamos. No había discusión, más allá de que las órdenes de mi hermana fueran razonables: no podía poner en peligro nuestra seguridad ni integridad físicas ni tampoco obligarnos a humillarnos públicamente de tal manera que nuestra reputación no se recuperara jamás, lo cual no implicaba, eso sí, que no pudiera comportarse como una auténtica abusona en casa. Mis amigos sabían de sobra que no podían contar conmigo en el cumpleaños de mi hermana, así que ni aunque hubiera tenido el móvil encendido habría recibido ningún mensaje más allá de las típicas notificaciones con el debate de qué se hacía al día siguiente, o el fin de semana próximo, de turno.
               En algún punto de nuestra infancia a mí se me había ido de las manos eso de ponerle límites a Mary Elizabeth y, bueno, allí me encontraba ahora: envuelto en un albornoz que Eleanor había sacado de una de sus bolsas de tiendas pijas, de las que ahora era la cara o a las que acudía con más asiduidad porque le hacían descuento (uno nunca sabe), un albornoz que, por cierto, era el más suave que había usado nunca, con el permiso de los que me había puesto en los hoteles a los que había ido con Saab con la única intención de echar polvos (y más bien por el valor sentimental que tenían esos albornoces que por su confección); sentado en el suelo del baño del piso inferior, rodeado con los murmullos divertidos de un trío de brujas a las que les había parecido divertidísimo obligarme a ponerme mascarillas de barro y hacerme como dos millones de fotos mientras me limpiaban el cutis, dejando que mi hermana terminara de experimentar conmigo si sus productos de rutina de belleza diaria interminable tenían los mismos efectos en mi piel de Machito Británico Marca Registrada que en la suya, y…
               … bueno, pasándomelo tan de puta madre como pocas veces en mi vida. Porque la verdad era que molaba esto de sentirte la piel tan tersa que parecía que los ángeles hubieran bajado del cielo a limpiarte todos los pecados y te hubieran dejado las mejillas como el culito de un bebé.
                Y molaba aún más sentir que no tenías preocupaciones, que todos tus problemas habían desaparecido, y que sólo te quedaba disfrutar.
               Todavía tenía muchas cosas que organizar teniendo en cuenta el resultado de la noche anterior, pero, para variar, había decidido que no tenía ninguna prisa; ya me ocuparía de todo lo relacionado con el voluntariado una vez pasara el cumple de Mimi.
               Del cual quedaban… bueno, las suficientes horas para que terminaran tiñéndome el pelo de verde, o algo así. Sólo esperaba que mamá saliera a defenderme si Mimi le decía que nos íbamos a buscar unos tintes al supermercado, porque aunque yo podría lucir cualquier peinado (fijo que hasta calvo estoy buenísimo), la verdad es que me gustaba mi color. Le tenía un cariño especial al que había usado durante los últimos 18 años, fundamentalmente porque era el mismo pelo en el que había hundido los dedos mi señora novia la noche anterior.
               Señora que, por cierto, se rió con mi chiste y sacudió la cabeza, como quien escucha la travesura de un amigo de su hijo menor que resulta ser particularmente revoltoso.
                -Al, si cuando te corres a Sabrae le parece que está frío, quizá deberías ir al médico-comentó Eleanor, sonriente, aplicándose con esmero una crema hidratante que había arrancado un jadeo de lo más profundo de la garganta de la boca de mi hermana al verla. Eleanor también se había embutido en un albornoz; el suyo, en este caso, era verde clarito con estampado de hojas de algún tipo de planta tropical. A Mimi le había tocado uno blanco con enormes corazones rojos, y a Saab le había cogido uno de color lavanda con espirales de nubes en tonos blancos. Las tres se habían embutido en la bañera, la habían llenado hasta arriba y habían chillado cuando la espuma que habían echado en el baño había empezado a comérselas (normal, si habían echado casi medio paquete cuando claramente las instrucciones decían que con un par de cucharaditas bastaría) mientras yo me quedaba sentado en un taburete al lado de ellas, controlando el tiempo que tenían que mantenerse los productos para el pelo puestos y cambiando de canción cuando no les gustaba las que les sugería Spotify. Se podría decir que estaba pagando ese día por la opresión a la que los hombres habíamos sometido a las mujeres a lo largo de miles de años.
               Luego me había tocado a mí darme una duchita rápida en el piso de arriba (¡en el piso de arriba, manda huevos!) mientras ellas se secaban porque no hay problema en que veas en bolas a la mejor amiga de tu hermana pequeña a lo largo de toda vuestra vida, pero cuando la mejor amiga de tu hermana empieza a salir con uno de tus mejores amigos la cosa cambia, y ya no deberías poder verle los lunares de la espalda sin darle motivos a tu amigo para romperte la cara. Para cuando había regresado, de nuevo envuelto en el albornoz y dejando un rastro de charquitos a mis pies, me las había encontrado cepillándose el pelo mutuamente como si estuvieran en una peli de Disney sobre ninfas del bosque. Sabrae me había mirado y me había dedicado una sonrisa tímida mientras cogía dos mechones del pelo de Eleanor y los separaba con cuidado, ayudándose sólo de sus dedos, seguramente recordando cómo me había puesto yo la noche anterior cuando me había hecho algo parecido.
               Porque, ¡ah, sí!, te estarás preguntando cómo habíamos pasado de estar que nos dábamos miedo el uno al otro y que casi no nos atrevíamos a quedarnos solos a sonreírnos de nuevo con la complicidad de siempre y volver a ser esos partners in crime que nunca deberíamos haber dejado de ser. Déjame recapitular…
               -Quédate.
               Sus dedos estaban a varios miles de grados sobre mi piel a pesar de la sudadera y la camiseta que los separaba, y sin embargo yo me sentía como si hubiera nacido para crecer en el desierto, ardiendo bajo la luz del sol, y me hubieran condenado a vivir en una cueva helada, malviviendo de la bioluminiscencia del plancton. Su voz apenas fue un susurro, pero sonó como un grito en pleno de la noche en una calle totalmente desierta, justo antes de que al cielo lo dividiera en dos un rayo. Tenía la voz rota como si se hubiera pasando los dos últimos meses sollozando y chillándole mi nombre a la oscuridad.
               Ahí estaba, la palabra que llevaba esperando más de tres meses: ahí la tenía, tendida a mis pies, clavándoseme en el pecho, mezclándose con mi piel, tomando posesión de mis músculos.
               Había nacido para escuchar esto y, a la vez, era la mayor prueba a la que me habían sometido en toda mi vida. Porque me había pasado los últimos meses antes de marcharme buscando una razón por la que no necesitara que Sabrae me la dijera, porque había dado vueltas y más vueltas en la cama cuando ella aún dormía pensando en cómo iba a alejarme de ella, porque me había pasado meses y meses preparándola para mi ausencia y diciéndome a mí mismo que, si planificaba lo suficiente, no me echaría tanto de menos como yo estaba condenado a echarla de menos a ella.
               Y luego había encontrado mi lugar en el mundo, había sido capaz de encontrar la manera de disfrutar de su ausencia y nuestra distancia, había encontrado en echarla de menos una liberación porque eso suponía que estaba creciendo para convertirme en el hombre que ella merecía tener a su lado, y… había visto un sitio en el que yo sólo me pertenecía a mí mismo y a mis posibilidades. Y había querido aprovecharlo, a pesar de todos los sacrificios que me suponía.
               No sé si lo vio en mis ojos igual que veía el resto de cosas que se me pasaban por la cabeza incluso cuando ni yo mismo era capaz de identificarlas, o igual que escuchaba las voces de mis demonios en la cacofonía que formaban en mi cabeza con la claridad de quien oye el discurso de u ponente preferido en la universidad; o si fue que ella misma se había escuchado y llevaba luchando por no hacerlo dos meses. Dos meses. Dos meses larguísimos que podían haberlo cambiado todo entre nosotros; en los que lo más fácil habría sido, precisamente, que nos pusieran un muro infranqueable entre nosotros, pero que en su lugar habían construido una fortaleza. Dos meses en los que lo había perdido todo, excepto a mí.
               Dos meses en los que, incluso, había dejado un poco de ser ella. Y ella nunca me habría pedido que yo me quedara pensando en que era lo que necesitaba; lo habría hecho mil veces si pensara que era lo que yo necesitaba, pero, ¿ella?, Sabrae jamás se pondría por delante de mí. Jamás.
               Lo nuestro funcionaba tan bien, precisamente, porque yo la pondría por delante de mí. Éramos buenos el uno para el otro porque siempre habría alguien para el que seríamos una prioridad, aunque el instinto de supervivencia cediera en detrimento del amor que nos teníamos.
                No sé si lo vio en mis ojos o lo escuchó en su voz, pero el caso es que Sabrae fue consciente de que por primera vez desde que yo había sido un cobarde en el concierto de One Direction y le había pedido que me pidiera quedarme, había dicho la verdad, por aberrante que nos resultara a ambos: yo no debería querer marcharme y ella no debería necesitar pedirme que me quedara. Y, sin embargo, aquí estábamos.
                Sus ojos se agrandaron y se apartó de mí como si quemara, una sacerdotisa que se separa de una piedra maldita que ha estado seduciéndola durante meses y que por fin se revela por su auténtica naturaleza. Tomó aire y miró el espacio en el que había tenido la mano puesta hacía unos instantes, y sus ojos volaron de nuevo hacia los míos, como si la huella de su mano, que a mí me resultaba invisible, fuera algo terrible a lo que no podía seguir mirando.
               Me dejó ver en ese instante todo lo que no me había dejado en otras ocasiones: su miedo, su angustia, la preocupación, su añoranza. Me había abrazado bien fuerte en el aeropuerto las demás veces, me había besado como si me fuera a la guerra y me había dicho que me quería como si creyera que aquella era la última vez que iba a verme, pero era ahora, y no entonces, cuando estaba siendo irremediablemente sincera, totalmente sin reservas.
               Creo que había sido fuerte por los dos porque, desde que yo había tenido el accidente, era muchísimo más consciente de cómo ambos pendíamos de un hilo y de lo delicados que podíamos ser. Con lo que no contaba era con una cosa: ella me hacía fuerte.
               Había vuelto de entre los muertos por ella. No me daba miedo morir; lo que me daba miedo era perderla.
               A la mierda el voluntariado. A la mierda el campamento. A la mierda mis planes y a la mierda crecer. A la mierda Perséfone, Luca, Killian, Sandra, Mbatha, Valeria y Nedjet. A la mierda todo lo que tenía en Etiopía, porque aquel país jamás sería mi hogar, ni tampoco Inglaterra. Mi hogar estaba en aquellos labios que ahora se entreabrían con sorpresa y en esos ojos que brillaban más que dos lunas llenas en una noche en el mar.
               Entonces, de los labios de Sabrae salió otra palabra, esta vez en voz más baja, como si fuera el nombre de un hechizo que podría destruir el mundo entero.
               Mi maldición y mi bendición a partes iguales.
               -Alec…
               Defensor, protector.
               No iba a dejar que se hundiera en las mismas profundidades en las que yo había vivido durante 17 años, hasta que ella vino a tenderme la mano y ayudarme a salir. No; me daba igual que creyera que esto estaba mal, que no tenía ningún derecho a ser vulnerable conmigo cuando yo había cambiado totalmente de aires y me había adaptado bien mientras ella seguía en casa y su vida se desmoronaba; me daba igual que creyera que había hecho demasiados sacrificios para conseguir llegar hasta el voluntariado sin quejarme y que ella tenía que cumplir con su parte del trato; me daba igual que creyera que esto se debía a un momento de debilidad. Me daba igual todo, y me daba igual porque no estaba siendo justa consigo misma: yo había puesto mi vida en pausa mientras que ella estaba apostándolo todo a una mano. Era ella la que tenía mucho que perder, no yo.
               Y, seamos francos… tampoco es que me fuera a suponer un esfuerzo terrible quedarme en casa cuando ella era esa casa.
               -… lo…-tomó aire y lo soltó despacio-, lo siento, yo…
               Hasta ahí íbamos a llegar. ¡Hasta ahí! Algo dentro de mí se desconectó, y fue como soltar las riendas de un caballo que llevaba luchando por su libertad meses, años. Quería esto. Me lo había pasado bien en Etiopía, pero me lo había pasado mil veces mejor en Inglaterra. Quería quedarme con ella, cuidarla, disfrutarla, adorarla como se merecía, conseguir que recordara que, de todas las chicas que había en Londres, ella había sido la única que había conseguido que cambiara toda mi vida por ella. Era especial. Era buena. Era preciosa.
               Y era toda mía.
               Me abalancé a por ella como el hombre sediento que era, ansioso por beber de sus besos sin nada entre nosotros que pudiera separarnos; a la mierda las cuentas atrás, las dudas, el mirar el reloj y el calcular zonas horarias. La tomé entre mis manos con la necesidad del hombre famélico que se ha pasado toda una noche viendo en el escaparate de una confitería la tarta más apetitosa jamás creada, y que por fin puede hincarle el diente.
               Choqué contra ella con la intensidad de una galaxia lanzándose a por otra, pero lejos de explotar en el caos y lanzar millones de estrellas fuera de sus órbitas, sentí que todo encajaba en su lugar. Era como si no hubiera vuelto a casa hasta entonces, cuando me permití agarrarla de la cintura y tirar de ella y hundir mis labios en su boca, saborear su lengua con la mía. En mi cabeza sólo resonaba una palabra, y era su nombre: Sabrae, Sabrae, Sabrae, como el canto místico de un bosque ancestral, el último reducto de magia.
               Sabrae jadeó en mi boca y, lejos de poner la distancia que había tratado de recuperar para poder pensar con claridad y volver a ponerme en la cúspide de su pirámide de prioridades, suspiró de puro placer y abrió la boca para recibir mejor mi beso invasivo. Capturé su labio inferior con los dientes y gruñí cuando ella me pasó las manos por los brazos, subiendo rápidamente hasta mi cuello y acariciándome los hombros en el proceso. Hundió los dedos en mi pelo y tiró de mí, pegándome a su cuerpo y aplastándome contra sí.
               Joder, me volví loco en ese momento. Una cosa era besarla, acariciarla, manosearla, y otra muy distinta era sentir cada una de sus desquiciantes curvas serpenteando sobre los ángulos que me componían. Encajábamos tan jodidamente bien que no me entraba en la cabeza que pudiera haber puesto distancia entre nosotros de manera consciente y deliberada. Era así como había nacido para estar; pegado a ella, con mi cuerpo existiendo exclusivamente donde entraba en contacto con el suyo.
               Necesitaba follármela. Lo necesitaba más de lo que necesitaba el maldito aire que respiraba. Necesitaba separarle las piernas, oler su delicioso aroma, probar ese delicioso éter, y luego hundirme en las profundidades de su sexo; que le diera sentido a cada rincón de mi cuerpo y, en especial, a aquel que tanto me enorgullecía y al que tanto había mimado en el pasado.
               Me incliné hacia ella, que echó la cabeza hacia atrás para encontrar un mejor ángulo en el que seguir besándome, y la conduje hasta la mesa. Sabrae exhaló un jadeo de sorpresa al chocar contra el cristal, pero no me soltó.
               Si me hubiera soltado, me habría suicidado en ese mismo momento. Cada centímetro de piel en el que estuviéramos en contacto contaba, cada uno de ellos contaba. La agarré de la cintura y la levanté hasta dejarla sentada sobre la mesa, y no perdí tiempo para meterme entre sus piernas.
               Seguimos besándonos, llenando la noche con la música de nuestra necesidad, y empecé a bajar por su cuello dejando un rastro de besos que hicieron que ella cerrara automáticamente la piernas en torno a mi cintura, ansiosa por mi contacto. Sí. Sí, joder, sí. Los dos queríamos esto y los dos lo íbamos a tener. A la mierda todo lo que habíamos hablado sobre sus padres y sobre tomar distancia para pensar; estaba ya hablado y decidido, así que sólo nos quedaba disfrutar del otro.
               Siempre había pensado que nada superaría los polvos que habíamos echado antes de que yo me marchara porque nos habíamos atrevido a probar más cosas de las que habíamos hecho nunca en una sola noche, como si quisiéramos que aquella fuera lo más especial y erótica posible, o como si tuviéramos que compensar el tiempo que íbamos a estar separados comportándonos como animales, pero estaba claro que me equivocaba. Todavía teníamos toda la ropa puesta y yo ya sabía que iba a disfrutar de este polvo como un cabrón, como con ningún otro; no sabía lo que duraría, o si es que llegaría a batir el récord del más efímero que había echado en mi vida, desbancando así el primero con Perséfone. Sólo sabía que, fueran diez segundos, diez minutos o diez horas, lo disfrutaría como nunca.
               -Alec-gimió Sabrae, ansiosa, sedienta también de mí, y yo casi me corro allí mismo al escuchar su tono suplicante. Dios, estaba tan buena cuando gemía de esta manera…
               -Sí, nena. Di mi puto nombre. Di. Mi. Puto. Nombre-gruñí, quitándome la sudadera y peleándome con su camiseta. Sabrae gimió por lo bajo y dejó que se la quitara, dejando al descubierto sus espectaculares tetas. Sus pezones estaban totalmente duros, delatando el océano de humedad que tenía entre sus piernas. Seguro que estaba palpitando, y, uf, cuando me hundiera en su precioso coño… sentiría su pulso acelerado por mí, y…
               Le puse una mano en el vientre y la otra en un hombro y la empujé hasta dejarla medio tumbada sobre la mesa, con las piernas aún abiertas, sus rodillas en mis caderas. Planeé sobre ella, que arqueaba la espalda en busca de contacto mientras con una de sus manos trataba de encontrar mi polla, dura como una piedra y preparada para ella.
               Sabrae separó las piernas y exhaló un gemido suplicante cuando pasé la lengua por entre sus tetas, subiendo por su cuello hasta su mandíbula, y luego le mordí los labios.
               -No sabes las ganas que tenía de follarte desde que te he visto en París-gruñí, y ella se estremeció-. Podría haberme pasado toda la escala contigo sentada sobre mi polla y aun así no ser suficiente.
               -Oh, Dios…-jadeó, retorciéndose debajo de mí y gimiendo de nuevo cuando le puse las manos a ambos lados de las tetas y se las junté, de manera que sus pezones me quedaran tan cerca que pudiera lamerlos y chuparlos prácticamente a la vez. Sabrae se retorció de bajo de mí; podía notar sus pies tratando de aferrarse al aire igual que lo hacía cuando estábamos en la cama y yo me la follaba como mejor sabía…
               … o cuando me ponía de rodillas frente a ella y le comía el coño con el entusiasmo que se merecía.
               Necesitaba sentir más contacto con su piel. Necesitaba tenerla toda para mí.
               Así que me retiré, inclinándome hacia atrás hasta quedar totalmente erguido, y me quité la camiseta. Disfruté como un crío al ver cómo sus tetas volvían a la posición en la que estaban antes de que yo las uniera, vivas, llenas y con la carne de gallina. Estaba increíblemente sensible a mi contacto, y cuando Sabrae estaba así de cachonda era cuando me regalaba sus mejores orgasmos, con los que irremediablemente también más disfrutaba yo.
               Le quité los pantalones del pijama y jugueteé con su clítoris por encima de la tela de las bragas, que se había cambiado antes de dormir; había salido a matar del país, pero a mí siempre me parecía increíblemente sexy, daba igual lo que llevara puesto.
               -Me da igual que mis padres estén arriba-gruñí, maravillándome con la humedad que se adhería a sus pliegues-, vas a gritar mi puto nombre.
               -Aquí no-gimió, negando con la cabeza, pero siguió buscando mi boca, anhelando mi contacto, así que supe que no era un “no” real. No de los que solía darme. Esta vez sí que quería que la convenciera, porque, vale, todo apuntaba a que lo más inteligente sería dejarlo, tanto por comodidad como por decoro, aunque así perdiéramos gran parte del morbo.
               -Aquí sí-repliqué, desanudándome los pantalones. Cualquier sitio sí, pensé. Todo era bueno con tal de que estuviera con ella.
               Sabrae me puso una mano en el pecho, como intentando detenerme, pero sus uñas se clavaron en mi piel con un deje anhelante, y yo… yo estaba como loco por probarla. Llevaba demasiado tiempo sin sentirla conmigo, sin hundirme dentro de ella, y había experimentado tantas cosas… había escuchado tantos gemidos femeninos en la noche y los había comparado con los suyos…
               Me había convertido en un animal; en un animal como aquellos a los que ya no iba a volver a curar. Y estaba bien. Estaba mejor que bien. Estaba con ella, disfrutando del contacto, deshaciéndome entre sus piernas…
               Tiré ligeramente del elástico de sus bragas y Sabrae se mordió el labio, moviéndose debajo de mí…
               … pero poniéndome una mano en la muñeca, y yo me detuve de inmediato. Nos quedamos así quietos unos segundos, acostumbrándonos al contacto del otro, a tenernos tan cerca.
               Entonces, ella abrió los ojos y me miró, y juro que me perdí en aquella mirada oscura y luminosa a la vez, cargada de emoción y de calma a partes iguales.
               Entendí en ese momento la importancia de las noches de bodas, y por qué eran el momento más ansiado de la vida de las parejas: no iba a volver a venerar el cuerpo de mi chica como lo haría esa noche en mucho, mucho tiempo, porque no tendría otra noche como ésa, la primera de la que sabía que tendrían una infinidad.
               Si habíamos tenido un sol de limón antes de que yo me fuera, ahora íbamos a tener nuestra luna de miel. Y, joder, qué dulce es probar por vez primera algo que sabes que vas a disfrutar durante mucho, mucho tiempo.
               -Al…-negó despacio con la cabeza, mordisqueándose los labios-. Aquí no-dijo con suavidad, y yo lo entendí. No se trataba del sitio, ni de la compañía, o de quién nos pudiera visitar. Se trataba de la ocasión, de lo trascendental que era.
               Nos merecíamos nuestra primera vez en nuestra nueva vida en mi cama, o en la suya, y no en la mesa del comedor. Tendríamos miles de momentos explosivos como aquel a lo largo de nuestra vida en común, pero poquísimas primeras veces. Era lo justo.
               Así que dejé de desanudarme el pantalón, me lo subí y la ayudé a incorporarse.
               -Aquí no-convine, besándole la frente.
               Y ahora llevaba todo el día ansioso preguntándome en qué momento nos quedaríamos solos para encontrar ese aquí sí. Ésa había pasado a ser mi única preocupación ahora que tenía resuelto todo lo referente a mi futuro más inmediato, y aunque no debería alegrarme de lo que Sabrae me había pedido, porque significaba que ella estaba mal, lo cierto es que, después de tantos meses de dudas y de preocuparme por si estaba contrayendo una deuda que luego tendría que pagar mi chica, que lo que me rondara la cabeza no fuera tan grande resultaba refrescante. No entendía cómo Saab podía vivir queriendo controlarlo todo, preocupándose y planificando en base de hasta el más mínimo detalle, si aquello la ponía en la misma posición que me había encontrado yo durante mi estancia en Etiopía. Por descontado, sabía que eso iba en la personalidad de cada uno, pero… me sentía tan ligero y tan joven, tan de vuelta en mi piel después de mucho tiempo flotando en el aire y dejando que la contaminación de Londres me emponzoñara el alma que no podía concebir que nadie viviera en ese estado de alerta constante y lograra ser feliz.
               O prosperar como lo había hecho ella.
               -No hay nada frío en mí cuando Sabrae está cerca-solté, y Mimi se puso roja como un tomate y puso los ojos todavía más en blanco mientras Eleanor se echaba a reír y Sabrae se sonreía, mi auténtico éxito del día. Se mordisqueó los labios y negó con la cabeza, de forma que sus preciosos rizos danzaron alrededor de su cara como planetas paradisiacos en torno a la estrella más reluciente del universo.
               Joder, qué bien sentaba volver a sentirme yo, volver a estar bien, y poder hacer que mi chica disfrutara de nuevo del chaval del que se había enamorado. Definitivamente había nacido para soltar las manos del volante y dejarse llevar en mis manos, que serían las que mejor podían tratarla.
               Saab se inclinó en el espejo y giró la cabeza, observando su reflejo. Nos estábamos empezando a preparar para la fiesta que le darían sus amigas a Mimi esa misma noche, en el mismo local en el que había empezado nuestra relación, y aunque Saab sabía que no era la protagonista del día, sabía que estaba disfrutando de prepararse incluso para pasar a una segunda fila. Puede que hubiéramos decidido que Mimi tendría toda mi atención a lo largo de ese día (no en vano había ido a verla por su cumpleaños), pero eso no significaba ni que Sabrae no pudiera ponerse guapa porque le apeteciera, ni que yo no pudiera admirarla desde la distancia mientras recuperaba esos momentos de intimidad que tanto había echado de menos sin saberlo.
               Saab extendió los dedos por su cuello y se mordió el labio, examinándose la piel, y yo no pude evitar recordar cómo le había pasado la lengua y los dientes por aquel mismo camino. Pensar en cómo había disfrutado debajo de mí, a punto de entregarse a mí de nuevo como jamás debería haberla hecho renunciar a ello, y cómo se había retorcido al borde de renunciar a todo hizo que un nuevo calor me ascendiera por la piel; un calor que no tenía nada que ver con el de la estufa que Mimi me había hecho encender cuando se metieron en la bañera, pero que me resultaba igual de familiar.
               Me puse a juguetear con el cordón de mi albornoz, recolocándomelo de manera que tapara de forma estratégica mi erección creciente.
               -¿Me va a tocar en algún momento a mí el turno?-pregunté cuando Mimi se echó un poco de crema en las manos, las frotó y se las pasó por el pelo, hundiendo los dedos en sus mechones. Parecía muy satisfactorio.
               Mi novia me miró y se rió.
               -¿Quieres que te cepillemos el pelo? ¿Qué pelo?-se burló, aunque sabía de sobra que le había gustado mucho mi corte de pelo cuando me lo había visto la primera vez. Estás buenísimo así, me había dicho, pasándome los dedos por los mechones más cortos y suaves y relamiéndose los labios, como si estuviera pensando en cómo se sentiría ahora mi cabeza entre sus piernas.
               Si por mí fuera, no tardaría nada en recordárselo.
               -Quiero mimos-lloriqueé, y Eleanor se giró, pasándose un rodillo por las mejillas, y mirando a mi hermana.
               -Mary, tu hermano se ha hecho decenas de miles de kilómetros para venir a verte; haz el favor de prestarle un poco de atención.
               -Apenas son cuatro mil, no exageres-replicó mi hermana, pasándose un cepillo por el pelo.
               -Seis mil-la corregí yo.
               -Ciento cincuenta y seis-añadió Sabrae.
               -Con cuarenta y dos-puntualizamos ambos, y nos miramos y nos sonreímos.
               -Uf, qué insoportables sois-se quejó Mimi mientras Eleanor suspiraba:
               -Ay, sois monísimos.
               Sabrae y yo intercambiamos una mirada y puedo decir que, en lo más profundo de mi alma, me sentí curado. Todo era como tenía que ser.
               Estábamos juntos, y lo estaríamos hasta el final de nuestras vidas. Se habían terminado esos capítulos extraños en los que habíamos intentado escribir nuestras historias por separado, obviando que éramos un elemento esencial de la vida del otro y que no teníamos sentido estando separados. Sí, vale, Etiopía había terminado estando guay, y tal, pero, ¿no prefería mil veces lo que tenía ahora, sentarme en el suelo del baño de mi casa a ver a mi hermana, su mejor amiga y mi novia reírse mientras se ponían guapas para salir de fiesta? ¿No prefería las luces estroboscópicas de las discotecas en las que Sabrae pondría la guinda del pastel de la música con sus risas? ¿No prefería dormir en mi cama, al lado de mi chica, y despertarme cada mañana dándole los buenos días y agradeciéndole al sol convertirla en el ser más precioso del mundo cada vez que posaba sus rayos sobre ella?
               ¿No eran los amaneceres limitados de Sabrae más bonitos que los infinitos si eran sólo míos?
               Sí. Sí, claro que sí.
               Lo eran.
               Sí.
              
 
Mimi se dio un golpecito en la tripa para darle las gracias a su madre y declinar educadamente el segundo trozo de tarta que ella le ofrecía. A pesar de que a Annie le había quedado deliciosa, Mimi no era de las que se cebaban con alegría, sino de las que llegaban al punto de lleno y paraban con la precaución de quien debe controlar cada gramo de su peso para poder dar lo mejor de sí en el arte al que se dedican.
               Por descontado, Alec no tenía ningún inconveniente en apreciar la obra de su madre y en acapararla para aprovechar cada minuto que estuviera en casa, fuera un par de días o la vida entera.
               No me había atrevido a preguntarle el tiempo del que disponía en el voluntariado por miedo a que eso le hiciera pensar que ya había dado por sentado que volvería, y ahora todo me había explotado en la cara. Cuando lo había escuchado levantarse la noche anterior había tratado de engañarme a mí misma diciéndome que iba al baño, o a por agua, y que enseguida volvería, pero le había escuchado dar vueltas en la cama y suspirar cuando pensaba que Mimi y yo dormíamos y, por tanto, no podíamos oírlo, como para ser capaz de mantener la fachada de que no me importaba nada.
               A decir verdad, me daba vergüenza el arrebato que había tenido con él de madrugada, cuando había dejado que mi dolor y mi egoísmo hablaran por mí. No debería haberle pedido que se quedara y no debería haberme aliviado tanto cuando me interrumpió para que no reculara, pero que Alec me hubiera besado para callarme la boca no significaba que no debiéramos tener esa conversación. Nos la debíamos, tanto a los que éramos ahora como a los que habíamos sido antes de que él se marchara. No era justo que yo le hubiera pedido aquello de lo que ambos teníamos más ganas antes de que se fuera, precisamente ahora que ya había probado las mieles del voluntariado y, a juzgar por la expresión de sorpresa que le había cruzado por la cara cuando por fin me atreví a verbalizar mis sentimientos, había empezado a disfrutarlo.
               Pero no podíamos hacer nada. No con su familia y Eleanor delante, al menos, y mucho menos durante el cumpleaños de Mimi, el único día que ambos habíamos declarado sagrado y en el que se suponía que la protagonista de la vida de Alec era su hermana y no yo.
               Había metido la pata hasta el fondo y mi instinto me decía que tenía que arreglarlo cuanto antes, pero también, egoístamente, quería disfrutar del Alec en el que lo había convertido sin pretenderlo: el Alec chulito que me había sacado de quicio durante catorce años y había acabado haciéndose con mi corazón; el Alec respondón y divertido que siempre me hacía reír; el Alec relajado que se volvía mil veces más atractivo, ya que le sentaba de cine su juventud. Pidiéndole que renunciara a hacer lo que él quería en detrimento de lo que yo más deseaba había conseguido el efecto contrario a lo que debería suceder: en lugar de desatar una tormenta de rabia e ira por su parte, cosa normal y comprensible en esta situación, le había quitado un peso de encima al robarle también el libre albedrío.
               Y, a pesar de que me encantaba ese Alec despreocupado y que volvía a ser el de antes de que todo se torciera y yo descubriera las cartas que me había repartido el destino… sabía que no podíamos seguir así siempre, que no tenía derecho a elegir sobre su vida o a imponerle mis circunstancias.
               Alec tenía que ser su propia persona, y no mi protector, por muy bien que se le diera el papel o lo mucho que yo necesitara que lo interpretara.
               -Bueno-Eleanor dio una palmada y juntó las manos, haciendo que Trufas diera un respingo. El gorrito de fiesta que tanto nos había costado ponerle se tambaleó sobre su cabeza, pero no nos preocupamos; aunque ya era el séptimo del día, teníamos todavía suficientes para mantener el ambiente animado del día-, es hora de que abras tus regalos. ¿Quién empieza?-preguntó, girándose hacia Alec, que se inclinó hacia ella por detrás de la espalda de Mimi y sopló su matasuegras hasta hacer que se acercara a milímetros de la cara de Eleanor, quien no se amedrentó. Era… bastante raro verlos a los dos en este ambiente en el que normalmente yo no solía verlos, tan acostumbrados el uno al otro que no parecían ellos mismos; en mi cabeza, Alec y Eleanor siempre se habían vinculado a través de mi familia, primero por Scott y Tommy, y luego solamente por mi hermano; más tarde yo había entrado en la ecuación, pero a veces se me olvidaba que la conexión más directa y duradera que tenían ambos era a través de Mimi.
               Ahora mismo no estaba viendo a mi novio interactuar con la novia de mi hermano, uno de sus mejores amigos; sino a mi novio interactuar con la mejor amiga de su hermana.
               -Déjame adivinar, El: quieres ir la última para eclipsarnos a todos los demás con los regalos carísimos que le has comprado a Mimi. Pobre niña rica-Alec paseó un dedo por el borde del plato de postre y se lo llevó a los labios-, te piensas que el dinero compra la felicidad y el amor.
               -Eso es justo lo que diría un pobre-se burló Eleanor, y Alec levantó un dedo en su dirección.
               -Clase obrera, no lo olvides, pequeña.
               -Ugh, de acuerdo-dijo Mamushka, levantándose y acercándose a uno de los muebles del comedor-, iré yo primera, ya que soy a la que menos tiempo le queda.
               Mamushka!-protestaron los dos hermanos, escandalizados, mientras Annie y Dylan intercambiaban una mirada divertida ante el dramatismo de la mujer. Mamushka estiró el brazo en dirección a algo guardado en el estante inferior del armario donde Annie guardaba la vajilla de las ocasiones especiales y suspiró al no alcanzarlo-. Espera-dijo Alec, levantándose mientras se colocaba la matasuegras entre los labios como si fuera un cigarro-, ya te lo saco yo.
               -¿Crees que soy una pobre vieja que no se vale por sí misma?-protestó ella, señalándolo con un dedo amenazante al que Alec no le hizo el menor caso.
               -Creo, Mamushka, que tienes las rodillas resentidas de tanto cargar con el peso de la historia de esta familia sobre tus hombros. Ten, venga-dijo, tendiéndole el paquete y regresando a continuación a la mesa contigua a la mía. Estiró el brazo y lo colocó sobre el respaldo de mi silla, y mentiría si no dijera que, a pesar del egoísmo del que nacía ese gesto, su cercanía y relajación me hicieron sentir increíblemente bien.
               Mamushka le tendió el paquete a su nieta, pero antes de que ésta lo cogiera, lo retiró de su alcance y se puso a examinarlo.
               -Mamá-la riñó Annie, pero Mamushka estaba demasiado ocupada mirando los pliegues del envoltorio y clavó una mirada dura en Mimi, que se hizo la inocente.
               -¿Has estado revolviendo en casa y abriendo tus regalos?-preguntó directamente, y Dylan se echó a reír.
               -Te dijimos que teníamos sitio en la cámara acorazada del banco, Ekaterina.
               -¿Tenéis una cámara acorazada en el banco?-pregunté, estupefacta, y Alec rió por lo bajo.
               -Habéis criado a una salvaje. Los envoltorios son sagrados-espetó Mamushka, y Alec rió de nuevo, esta vez entre dientes, pero se puso muy serio cuando su abuela se giró y lo miró.
               -Más te vale que tengas una explicación coherente para lo que ha pasado, Mary Elizabeth-dijo con una voz autoritaria que Scott se cuidaba muy mucho de usar conmigo, porque me volvía absolutamente desquiciada cuando se ponía En Plan Hermano Mayor. No obstante, que Alec hiciera eso me… gustó más de lo que debería.
                 -Yo no he sido-se defendió Mimi.
               -El envoltorio está doblado por sitios extraños y el celo no está en la misma posición en la que lo pegué cuando te lo envolví.
               -¿Perdón?-susurré en voz baja, mirando a Alec, que se encogió de hombros.
               -Ah, sí, ¿se me olvidó decirte que mi abuela trabajó para la rama secreta de la KGB? Era una espía soviética de la hostia.
               -¡YO NO TRABAJARÍA JAMÁS PARA SEMEJANTE ABERRACIÓN DE ESTADO!-bramó Mamushka, con un marcadísimo acento ruso que sólo le salía cuando la sacaban de quicio; misteriosamente, eso sólo pasaba con Alec.
               -Mary Elizabeth-urgió su abuela, y Mimi no abrió la boca-. Mary Elizabeth, que te quedas sin regalo.
               -¡No, por favor! Siempre he querido una de tus cajitas de música nacaradas-gimoteó Mimi, y Alec puso los ojos en blanco.
               -Menudo aguante.
               -Es que es preciosa-se defendió Mimi-. A ti lo que te pasa es que tienes envidia de que no te hagan regalos tan chulis como a mí.
               -Es lo que tiene ser la hija menos favorita: tienen que compensar que no te quieren tanto como a mí con posesiones materiales.
               -¡MAMÁ! ¿¡Vas a dejar que me hable así en el día de mi cumpleaños!?
               -Sí, Annie, ¿vas a dejar que le hable así cuando no le estamos grabando?-preguntó Eleanor, sacando el móvil y enfocando a Alec, que sacó la lengua e hizo el gesto de la victoria con ambas manos. Yo le coloqué un gorrito de fiesta en la cabeza y él se inclinó hacia mí, posando para otra foto. Le pasé un brazo por los hombros mientras Annie le reñía:
               -Alec, retira eso que has dicho de tu hermana.
               -¿Por? ¿Acaso es mentira? A ver, mamá, es hora de que dejemos las cosas bien claritas en esta casa. ¿Quién es tu hijo preferido: el alto y guapo y divertido que tienes en casa y que hace que te rías de sus chorradas y de vez en cuando te hace quemar calorías enfadándote con él, o la aburrida de Mary Elizabeth, a la que lo más interesante que le ha pasado en su vida es que le saliera un grano hace dos años?
               -Qué detalle por tu parte no incluirte entre las opciones-se burló Eleanor, dando un sorbo de su vino rosado y sonriendo con maldad.
               -¿No sabes contar? Soy el primero. Oh, claro, perdona. Has dejado el instituto. Debería tener más comprensión con la gente sin estudios-replicó él, dándole unas palmaditas en la cabeza, y Eleanor arrugó la nariz.
               -¿La primera opción no era un hijo alto y guapo?
               -¿De qué vas, tía? A mi hermano sólo lo llamo feo yo-protestó Mimi-. Y, si acaso, Sabrae cuando se enfada.
               -Sabrae no va a llamarme feo en su vida. Soy su silla preferida.
               -Creo que sobrevaloras tu belleza y subestimas lo larga que tienes la lengua, Al: a veces me siento en tu cara simplemente para hacerte callar-ronroneé, dándole un toquecito juguetón con la sien en el hombro.
               -¿Por qué crees que hablo tanto?-replicó.
               -Ten-dijo Mamushka, tendiéndole el paquete a Mimi-, que lo disfrutes, mi querida niña. Pero que conste que, la próxima vez que te tenga preparada una sorpresa y te pongas a revolver por casa para buscarla, te quedas sin ella. ¿Entendido?
               -¡Que yo no he sido, Mamushka!
               -¿Tengo que recordarte que has reconocido lo que hay dentro del regalo antes de desenvolverlo?-preguntó Eleanor alzando una ceja y sonriéndose, y Alec y yo nos reímos.
               -¿Tú de lado de quién estás?
               -Si no has sido tú, ¿entonces, quién, niña? Esta vez no puedes echarle la culpa a tu hermano. Estaba a miles de kilómetros de distancia.
               Sentí un pinchazo en el corazón al ver que Alec alzaba las cejas, como diciendo “eso se acabó”. No podía creerme que fuera a ser tan fácil, que fuera a rendirse sin luchar… y que no se planteara siquiera si era buena para él una chica que no le preguntaba si estaba feliz con su vida tal como era antes de pedirle que la cambiara por completo de nuevo.
               -El fantasma de Rasputín-soltó Alec, y su abuela se giró hacia él hecha un basilisco. Era imposible negar que eran familia sólo por ese gesto.
               -¿¡Es que no tienes vergüenza!?
               -Si tuviera vergüenza no me habría follado a medio Londres y Sabrae no habría tenido excusa para darme calabazas durante seis meses-contestó, picoteando unas gotitas de tarta de chocolate que quedaban en mi plato.
               -Reconoce que te encantó.
               Levantó la vista y clavó en mí una mirada tan decidida que incluso se me paró el corazón.
               -A mí me encanta todo lo que tú hagas, preciosa.
               A veces se me olvidaba el efecto tan devastador que él podía tener en mí, pero siempre había un momento en el que Alec me lo recordaba de una forma irremediable y deliciosa. Me sentí desnuda e incorpórea, como un charco a sus pies, y me permití ser un poco indulgente conmigo misma al admitir que nadie me culparía demasiado por querer conservar a semejante hombre a mi lado. Después de todo, cuando alguien se compenetra tan bien contigo, es difícil renunciar a él, porque también estarías renunciando a una parte de ti.
               Alec sonrió y miró a su madre.
               -Al menos alguien en esta mesa está dispuesta a admitir que yo soy su favorito.
               -Tampoco te flipes; mi preferido es Trufas-dije, cogiendo al conejo y colocándomelo en el regazo. El pequeño olfateó con interés mi plato, pero se contentó con un pedacito de pan que le llevé a la boca.
               -Ya me parecía a mí que tenías un filia muy rara con eso de que me dejara barba.
               Mamushka le entregó a Mimi su regalo y su nieta chilló y montó un espectáculo al abrir el envoltorio, en el que había una caja de música nacarada y bien pulida. Le dio un beso en la mejilla, le dio cuerda, y se apartó el pelo de la cara para ver a la pequeña bailarina del interior bailar mientras sonaban los acordes dulces de la cajita de música con filigranas doradas.
                -Fue de mi abuela antes que mío; y de su abuela antes que de ella. Se lo regaló un orfebre de San Petersburgo cuando debutó en el ballet nacional. Me lo regalaron cuando tenía tu edad, y ahora quiero que lo tengas tú, para que recuerdes que llevas el baile y el sacrificio en las venas, pequeña.
               -Spasibo, Mamushka-ronroneó Mimi, rodeándole el cuello con los brazos y dándole un sentido abrazo. Eleanor sonrió mirándolas.
               -Supera eso-la pinchó Alec, y Eleanor lo fulminó con la mirada, se puso en pie y cogió la bolsa más grande con la que había ido a casa de Mimi. Colocó varios paquetes sobre la mesa y dejó que Mimi los fuera cogiendo uno a uno, deshaciendo los lazos que mantenían su contenido oculto.
               Eran tres cajas en total: una contenía unas puntas de baile totalmente negras, que dijo que le darían suerte y la harían destacar en las pruebas de acceso a la Royal School of Ballet del año que viene; en el más grande y fino, había un vestido ceñido de color azul marino con detalles de lentejuelas azules, plateadas y doradas, tan pequeñas que te recordaban irremediablemente a un cielo nocturno.
               -A juego con las puntas-explicó Eleanor.
               En la tercera cajita, que estaba reutilizada de una caja de zapatos, había una bolsa de color azul bebé. Eleanor miró por encima del hombro y con socarronería a Alec cuando éste se incorporó en la silla, exactamente igual que hicimos todos los demás, y se pasó las manos por detrás de la espalda, esperando mientras Mimi abría el lazo que mantenía cerrada la bolsita de Tiffany y sacaba de su interior la caja de un anillo.
               -Jo-der, Eleanor-silabeó Alec, levantando la vista y mirando a mi cuñada-. Dime que sois lesbianas y que estabais esperando a que Mimi pudiera casarse para pediros matrimonio. Eso sería un puntazo. Scott no levantaría cabeza.
               Eleanor sonrió, pero no dijo nada: se quedó esperando mientras Mimi abría la cajita y abría su regalo.
               Se trataba de dos bandas de plata con una cerradura en el centro, un diamante a cada lado de la cerradura, y el nombre de la casa de joyería en la parte opuesta de la cerradura.
               -Eleanor…-dijo Mimi, boquiabierta, y Eleanor se apartó el pelo del hombro.
               -Iba a comprarte una alianza para que el chico con el que te comprometas algún día sepa que tiene que superar mis expectativas contigo, y las tengo altísimas, pero Scott empezó a agobiarse cuando me acerqué a la sección de anillos de pedida porque ahora mismo sabes que andan un poco cortos de pasta…
               -¿Vas a pegar un braguetazo conmigo?-me preguntó Alec, y yo le puse una mano en la cara y lo alejé de mí, poniendo los ojos en blanco.
               -… y tampoco quería darle pistas de qué tipo de anillos me gustan, así que… se me ocurrió que podíamos llevar eso como prueba de amistad. ¿Te gustan?
               -¡Me encantan! Pero te has pasado tres pueblos. ¿Un anillo de Tiffany? ¿En serio?
               -Bought matching diamonds for six of my bitches-canturreó Eleanor, riéndose, y Mimi y ella se abrazaron y se pusieron los anillos mutuamente. Se volvieron a abrazar, Mimi se echó a llorar, y Eleanor también, y empezaron a darse besos. Tardaron un poco en tranquilizarse, pero cuando lo hicieron, estuvieron seguras de que nada podría separarlas: ni los locos horarios de grabación y promoción a que estaba sometida Eleanor, ni las durísimas rutinas de entrenamiento y ensayo a las que iba a someterse Mimi cuando entrara en la Royal.
               Me tocó el turno a mí, y le entregué un paquete con una colección completa de la última línea de maquillaje de Rihanna, dos libros sobre ballet y una nueva falda de tul de colores para que practicara en casa y viera mejor el efecto que cada uno de sus movimientos tenía frente al espectador. Para cuando le tocó a Alec, Eleanor se levantó y le entregó la última bolsa que había traído, a la que no había dejado que se acercara Mimi bajo ningún concepto.
               Mimi rasgó le papel y pegó un berrido.
               -¿LOS VINILOS DE LA DISCOGRAFÍA DE TAYLOR SWIFT?-bramó, poniendo los ojos como platos-. ¿Dónde los has conseguido?
               -He tenido a Shasha pujando como una loca por eBay los últimos tres meses-reveló Alec, y Mimi pasó los dedos por entre las cajas. Empezó a contarlas y a darles vueltas unas sobre otras, como si buscara algo.
               -¿Has comprado sólo las Taylor’s Versions?
               -No soy un animal, Mary Elizabeth. Lo robado no se compra-sentenció, y Mimi se echó a reír y cubrió de besos a su hermano.
               -Te he enseñado bien.
               -Hala, hala. Ni que hubieras inventado tú el funcionamiento del capitalismo-contestó su hermano, dándole un beso en la mejilla y palmeándole los brazos que le había pasado por el cuello. No se me escapó el momento de intimidad entre los dos, cuando, antes de retirarse Mimi, Alec le susurró al oído que la quería mucho, y aprovechó la cercanía para inhalar el aroma de su pelo. La verdad es que, viendo los planes que se avecinaban, todas nos habíamos esmerado mucho, pero Mimi en especial; no todos los días iba a presentar a su novio a su grupo de amigas, ni tampoco a su hermano, que ya sabíamos que sería mil veces peor que Tommy en temas de protección. Al menos Scott me había dejado bastante libertad pero, ¿Alec con Mimi? Sí, no iba a pasar. Cualquier chico que se acercara a su hermana tendría que superar primero al dragón rabioso en el que él iba a convertirse.
               -Todavía tengo una cosita para ti-dijo él cuando los dos se separaron, y se apresuró a salir de la cocina. Un minuto después regresaba con una bolsa de las típicas de la zona sin impuestos del aeropuerto, y se la tendió a su hermana-. No he podido envolvértela yo o hacerle una presentación como Dios manda, pero… la intención es lo que cuenta, ¿no? Felicidades, piojo.
               Mimi cogió la bolsa con una sonrisa tímida y sin dientes, echó un vistazo a su interior y:
               -¡OH, DIOS MÍO!
               Sacó una bolita de nieve con la Torre Eiffel en miniatura en su centro, cubierta de confeti metálico con forma de estrellas de color azul, blanco y rojo, los colores de la bandera francesa o nuestra bandera. Mimi la agitó y se rió, observando cómo el monumento minúsculo desaparecía en una ventisca de colores.
               -¿¡De dónde la has sacado!?
               -Adivina dónde he hecho escala para llegar antes-respondió su hermano, y yo no pude evitar sonreír al ver la cara que ponía Mimi. Por primera vez no pensé en lo que la escala de Alec había supuesto para mí y el mal trago que había tenido que pasar antes de que me dejaran ir con él, sino sólo en lo lejos que él estaba dispuesto a llegar por hacer felices a quienes quería. Tenía muchísima suerte de poder contarme en ese grupo de privilegiados, y lo sabía. Le acaricié la barbilla, incapaz de retener dentro de mí tanto amor, y sonreí cuando él buscó mi mano antes de que yo pudiera retirarla. Entrelazó la suya con la mía y todo estuvo bien; no me preocupaba nada más que su contacto, que su felicidad, que su cercanía.
               Ni siquiera me detuve a pensar que era aún más valiosa porque ahora, por desgracia, no la tenía conmigo, y puede que siguiera siendo así: simplemente me permití disfrutar de mi novio, de que fuera una persona tan genial, y de que me hubiera elegido a mí para entregarme todo lo que tenía y confiar en que yo le cuidaría como él más se merecía.
               -¿¡Has estado en París!?-bramó Mimi, estupefacta, y Alec asintió con la cabeza, sonriendo con un cariño infinito en esa boca tan deliciosa y que tan acostumbrada me tenía a las palabras más hermosas.
               -Así es.
               -¡Me voy a poner a llorar!-gimoteó Mimi, sacudiendo la cabeza. Deduje entonces que el regalo que le tenían preparado sus padres era un acierto seguro, especialmente si lo habían dejado para el final; sería el broche perfecto para un cumpleaños que ya se presentaba mejor de lo que ella se esperaba.
               -Lo que nos faltaba-se quejó Alec, poniendo los ojos en blanco con dramatismo mientras Eleanor se giraba y miraba a los padres de ambos hermanos con expresión de querer echarse a reír y no poder. Mimi volvió a levantarse a darle un beso a su hermano, y cuando vio mi expresión de no entender nada, me explicó que París era su ciudad favorita en el mundo y se moría de ganas de ir. Me sorprendió que su familia no hubiera estado nunca teniendo en cuenta lo cerca que estaba, y que iban mucho más lejos en verano.
               -Es que quiero que mi primera visita sea especial-explicó, y no necesité que me dijera más para entender a qué se refería: aunque Roma era oficialmente la Ciudad del Amor, París le había robado el título de facto, y todas las chicas soñábamos con ir allí con nuestros novios algún día. A pesar de que no había estado más que en su aeropuerto y en circunstancias bastante complicadas, sí que había sentido un cierto aire diferente estando allí con Alec, como si en el ambiente se respirara romanticismo.
               ¿Quién sabe? Quizá aprovechara el regalo que sus padres estaban a punto de hacerle antes de lo que pensaba. Francamente, no se me ocurría un plan mejor que una escapadita romántica en medio de Navidad para ver París nevado y lleno de las luces que hacían que todas las ciudades le tuvieran envidia, pero en esa época más que nunca.
               Alec y yo teníamos una conversación pendiente, por descontado, pero, ¿quién podría ver una pequeña Torre Eiffel encerrada en una bola de nieve y no soñar con pasear de la mano de su alma gemela por las calles empedradas de París? Distraída, perdida en mi mundo, sintiendo los adoquines irregulares bajo mis pies, el aroma de las panaderías en mi nariz y el frío invernal en mi piel, le acaricié con la punta de los dedos la cara interna del brazo a mi novio, perdida en mis pensamientos. Alec cerró un poco más los dedos que tenía alrededor de mi mano y ese contacto me afianzó. Le di un beso en el hombro y él me miró por el rabillo del ojo, sonriendo, seguramente no creyéndose que hubiéramos estado ahí toda la vida, esperándonos el uno al otro cuando ni siquiera sabíamos que lo hacíamos.
               Decía mucho de él que hubiera planeado llevarme a París un fin de semana antes de tener el accidente, y tenía que honrar su generosidad de la mejor manera que sabía: devolviéndosela.
               -Creo que somos los que quedan-dijo Annie, y Dylan le tendió una cajita a Mimi. Era blanca con un lazo rojo, del tamaño del estuche de una pulsera, pues eso contenía. Mimi sonrió, se la puso inmediatamente y les dio las gracias a sus padres, admirando la manera en que los brillantes que la recubrían refulgían a la luz-. Espera, ¿ya está? ¿Con esto te basta?
               -Pero si es perfecta-replicó su hija, sin entender, y Annie sonrió.
               -Hay una sorpresa en la caja.
               Mimi frunció el ceño, extrañada, y empezó a revolver con cuidado en su interior. Vació su contenido y frunció todavía más el ceño; cuando hubo desanudado completamente el lazo le dio por mirar en la tapa de la caja, en la que sus padres habían pegado un sobre. Mimi lo sacó con cuidado, extrajo la carta que había en su interior, la desdobló con más cuidado todavía y empezó a leerla. Sonrió, emocionada, leyendo las palabras que sus padres le dedicaban y que sólo compartiría con nosotros si así lo deseaba.
               -Yo también estoy muy orgullosa de que vosotros seáis mis padres-les respondió con los ojos húmedos, y no pude evitar sentir un tirón en el estómago. Echaba de menos la sensación de comunidad que tienes en una familia unida, y la de estar donde debes estar cuando estás en casa.
               Alec me apretó un poco más la mano, y yo me di cuenta de que me estaba devolviendo la fuerza que yo había puesto en él. Me acarició los nudillos y me besó la sien, transmitiéndome una fuerza que yo no sabía que necesitaba hasta que no me la regaló, e inhaló el aroma de mi piel.
               -¿Estás bien?-me susurró en voz tan baja que nadie más que yo le oyó, y asentí con la cabeza, mirándolo a los ojos, permitiéndome perderme en ellos, quedarme incluso a vivir allí. Su mirada era mi lugar seguro en todo el mundo, porque era el único sitio en el que yo no podía hacer las cosas mal.
               Incluso cuando metía la pata hasta el fondo, incluso cuando era egoísta y pensaba en él más que en mí; incluso cuando era dura con todo el mundo y exigía más de lo que podía, y más de lo que los demás podían darme, Alec me entendía. Alec me entendía incluso cuando ni yo misma lo hacía; no le importaban mis complicaciones, no le amedrentaban mis arrebatos. Veía todo lo que yo tenía dentro, lo bueno y lo malo, y lo amaba por igual, como si todo fuera dorado, como si él fuera el único que entendía que la luz necesita a la sombra para poder ser luz. No existe nada sin su contrario; no hay día sin noche, océano sin desierto, cielo sin tierra, fuego sin frío, ni yo sin Alec.
               Sí, claro que estaba bien. Ahora sí estaba bien, porque él estaba mirándome. Y puede que mi vida fuera un desastre, puede que no estuviera haciendo nada bien, puede que tuviera mil errores que enmendar, pero… Dios, me sentía tan poderosa cuando Alec me miraba. Era como si pudiera hacer cualquier cosa, como si no tuviera más que salir al jardín, cerrar los ojos y echar a volar.
               Como si pudiera arreglar todo lo que había roto y no convertirlo en una obra de arte en sí, igual que con la técnica del kintsugi, sino devolverlo al estado anterior a que todo se fuera a la mierda. Y hay veces que lo necesitas. Hay veces que no necesitas obras de arte, convertir tu corazón roto en una escultura para poner en un pedestal; sino, simplemente, que las cosas vuelvan a ser como antes: ordinarias, sin relevancia, sin ocupar espacio en tu cerebro, que no te hagan fijarte en ellas y que te permitan relajarte y soñar, construir tu propio mundo a tu medida en lugar de a la de tu dolor.
               Apoyé la cabeza de nuevo en su hombro y me olvidé de todo lo demás: de mi culpabilidad, mi dolor, el asco que sentía por mí misma y el miedo a que este día se terminara y, a la vez, la anticipación por que lo hiciera y poder al fin tener las cosas claras. Sólo estaba él, y sólo estaba yo, y de momento eso era lo único importante.
               Mimi terminó de leer la carta, por fin, y siguiendo las instrucciones que Dylan le había detallado en la misma, se acuclilló en su silla, retiró un panel de madera que su padre se había pasado varios días haciendo aprovechando los momentos en que su hija no estaba en casa, y extrajo de su interior un sobre.
               En el sobre había billetes de avión y el resguardo de un paquete regalo para cuatro personas de una estancia en París de una semana, suficiente para ver los monumentos más importantes y disfrutar de los momentos más calmados de la ciudad. No tenía fecha de canjeo, precisamente para dejarle libertad a Mimi para disfrutarlo cuando quisiera.
               Puede que ése no fuera exactamente el viaje que tenía pensado y la forma en que quería visitar París por primera vez, pero viendo lo mucho que habíamos disfrutado ella, Eleanor, Alec y yo en nuestro circuito por Italia, sus padres lo habían tenido muy fácil eligiendo el regalo de su decimosexto cumpleaños; si todo iba bien, el último que pasaría con las tardes libres en casa. Si entraba en la Royal, se pasaría tanto tiempo ensayando que sólo iría a casa a dormir, lo cual me daba bastante vértigo al pensar en lo mucho que me había acostumbrado a estar con ella y cuánto iba a echarla de menos cuando empezara a luchar por su sueño. Pero no podía preocuparme por eso ahora; todavía quedaban meses para que Mimi hiciera las audiciones e ingresara en la academia más prestigiosa del país, así que aún podía disfrutarla con calma.
               Mimi levantó la vista y miró a sus padres con la boca abierta.
               -Sabemos que te hace ilusión ver París por primera vez con el amor de tu vida, pero hemos pensado que… después de lo bien que os lo pasasteis en Italia, quizá fuera buena idea repartirte la ciudad con varios de los amores de tu vida-su madre sonrió-. Después de todo, París es siempre una buena idea.
               Mimi sonrió, los ojos húmedos, y se lanzó hacia sus padres. Los abrazó con ganas, les dijo que eran los mejores y se echó a llorar en brazos de su padre cuando le palmeó la espalda y le dijo que siempre sería su princesita. Alec se reclinó en la silla y tomó aire sonoramente.
               -¿Vas a llorar?-le pregunté, y él se mordió los labios.
               -A veces es difícil dejar de ser Piscis.
               -Nadie quiere que dejes de ser Piscis-contesté.
               -Ah, sí, se me olvida que tengo el mejor signo y que no soy un mugroso Tauro o algo así-contestó, sonriendo, y yo le di un puñetazo juguetón en el brazo.
               -Eres bobo.
               -No hemos concretado ninguna fecha para que tengáis libertad para cuadrar las agendas-explicó Annie, mirando a sus hijos y a Eleanor alternativamente. Alec se encogió de hombros.
               -Yo estoy libre-comentó, y aunque era verdad, técnicamente, lo dijo con un tono tan casual que los demás creyeron que era mentira, así que se echaron a reír, y sus risas tensaron el nudo en mi estómago. Teníamos que hablarlo cuanto antes, pero tampoco quería que Mimi perdiera su día por mi estúpida anticipación.
               -Ya veremos qué hacemos. Os quiero un montón. Jo, os quiero un montón a todos-gimoteó Mimi, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, y todos le sonreímos. Mimi recuperó a Trufas del suelo, le dio un beso en la nariz y dijo-. Y a ti también, bichito.
               Trufas pataleó con entusiasmo, y se dedicó a correr en torno a Mimi cuando lo dejó de nuevo en el suelo. Nos hicimos las fotos de rigor para que subiera a sus redes sociales y después subimos a cambiarnos. Aunque Alec y yo nos cambiamos en su habitación, estaba demasiado perdida en mis pensamientos e hipnotizada por su presencia para tratar de aprovechar este momento para aclarar las cosas ahora que ya no estaba bajo la influencia de la falta de sueño y la Luna. Además, tampoco lograríamos aclarar mucho en el poco tiempo que teníamos entre que nos cambiábamos y nos reuníamos con Mimi y Eleanor en el piso de abajo, así que preferí dejarlo estar y, aunque luego me sentiría sucia porque en cierto sentido estaba utilizando a Alec, me entregué a los besos que él quiso darme con el entusiasmo de quien pasea por la cuerda floja ante los aplausos del público.
               Esto era mezquino, y lo sabía, pero no podía resistirme a su influencia. Y él estaba tan feliz que… no me veía con fuerzas de romperle la burbuja.
               Tras ponerme un jersey color café, unas medias negras, una falda de cuero también negra y unas botas, y él enfundarse un jersey gris que le sentaba de cine y unos vaqueros azules con los que se le marcaba todavía más el culo, bajamos al piso de abajo, donde Mimi y Eleanor ya nos estaban esperando. Se suponía que ahora nos íbamos de cita doble con Mimi y Trey, ya que Eleanor tenía que ir a elegir algo de contenido promocional para su primer single antes de reunirse de nuevo con nosotros para la fiesta de Mimi, pero Eleanor iba a acompañarnos hasta que Mimi presentara a Trey oficialmente a Alec.
               -Yo eso no quiero perdérmelo-se había burlado Eleanor cuando Mimi le contó sus planes, mucho antes, incluso, de que Trey le dijera que por supuesto que quedarían el día de su cumpleaños si a ella le apetecía. Mimi juraba y perjuraba que no había pasado nada y que todavía no habían hablado de si se gustaban, pero… a ver. Volvía sospechosamente sonriente y sonrojada de las citas que tenía con Trey, y digo citas, en plural, porque habían sido varias.
               Y la forma en que se ponía colorada cuando le preguntábamos si ya había habido beso… vamos, a mí no me la daba. No sólo tenía más experiencia que ella, sino que estaba saliendo con su hermano, por el amor de Dios. El Fuckboy Original. Tenía como un Máster en sexología gracias a lo que había aprendido de Alec, así que Mimi no podía engañarme.
               -Vale, a ver-dijo Mimi, deteniéndose de repente frente a nosotros y poniéndose justo delante de su hermano. Se echó el pelo hacia atrás con nerviosismo y se mordió los labios-. No sé si El o Saab te han dicho algo.
               -Nop-dije yo.
               -Ah-ah-dijo Eleanor, y Mimi suspiró.
               -Vale, guay, gracias, chicas. Pues…-carraspeó-. Trey me propuso quedar el día de mi cumple para dar una vuelta, y…
               -¿¡QUÉEEEEEEEEEEE!? ¡NOS HABÍAS DICHO QUE LO INVITASTE TÚ!-bramó Eleanor-. ¿¡TE LO PIDIÓ ÉL!?
               -Bueno, un poco. Sí, eh… fue idea suya, supongo. O sea, yo también lo estaba pensando, pero tampoco quería comprometerlo, sobre todo porque como sabía que iba a venir Alec, pues…
               -¿Vas depilada?-preguntó Eleanor.
               -¡ELEANOR!
               -¿Llevas condones?-pregunté yo, y Mimi me miró como si me hubiera crecido una segunda cabeza.
               -¡NO! ¡POR DIOS!
               -La salud reproductiva es muy importante, y tomar precauciones es esencial.
               Mimi tomó aire sonoramente.
               -No quiero numeritos de ningún tipo, ¿estamos? Me apetece mucho estar con Trey y con vosotros, pero si no os vais a poder comportar…
               -¿Nos darías puerta por irte con Trey?-sonrió con malicia Eleanor-. ¿Te acuerdas de cuando me hiciste una mini-intervención porque te cancelé un plan dos horas antes porque Scott me iba a llevar de cena?
               -Era la final de Eurovisión; eso no cuenta. Esto no se le parece en nada.
               -¿Alguien me puede explicar qué coño está pasando?-preguntó Alec, frunciendo el ceño y mirándonos a todas como si estuviéramos locas. Mimi suspiró.
               -He estado quedando con Trey, ¿te acuerdas de él? Va conmigo a baile. Es mi compañero.
               -En más de un sentido-se burló Eleanor.
               -Voy a calzarte una bofetada como sigas en este plan, Eleanor Beatrice Tomlinson, va en serio. Me da igual que tengas la cara más cotizada de Inglaterra; te juro por Dios que lo haré.
               -Me acuerdo de Trey-dijo Alec con aburrimiento, y Mimi asintió.
               -Vale, pues, eh… bueno, me gusta un poco, y… nos estamos viendo, y…
               -Ajá-sonrió Alec, y vi en esa sonrisa la misma que esbozaba cuando sus amigos metían la pata delante de él y le daban material con el que meterse con ellos. Lo estaba disfrutando de lo lindo.
               -Quiero que esto funcione.
               -Funcionará, Mimi. Eres muy guapa. Quiero decir, para lo insoportable que eres, pero, bueno, para todo roto hay un descosido.
               -¿Lo dices por experiencia?-inquirí, y Alec se mordió los labios, absteniéndose de darme el listado de chicas a las que podía ir a preguntarles. Había una griega en particular encabezándolo con la que tenía que intercambiar opiniones.
               -Alec, voy en serio. Esto no es un juego para mí. Voy a presentarte al chico que me gusta, ¿puedes ser amable?
               -“Amabilidad” es mi segundo nombre-contestó su hermano sin dudar, encogiéndose de hombros, como si creyera de veras que iba a ser pan comido para él controlarse con el chico que estaba medio ennoviado con su hermana. Puede que lo creyera de verdad, pero si lo hacía, era que no se conocía en absoluto.
               Francamente, me sorprendería que dejara que algún chico se acercara a Shasha antes de que ella cumpliera los veinticinco, así que imagínate lo territorial que podía llegar a ponerse con Mimi.
               -¿No era fuckboy?-pregunté, dándole un pellizco en la cintura, y él me rodeó la mía con el brazo y me atrajo hacia sí.
               -Depende de a quién le preguntes, bombón.
               -Prométemelo, Alec-pidió Mimi, y Alec suspiró.
               -Está bien, te lo prometo. Puedo ser amable.
               Mimi lo miró con preocupación, tratando de dilucidar en su mirada alguna verdad a medias que Alec le hubiera dicho, pero mi chico se mantuvo tranquilo. Finalmente, dándose por satisfecha, Mimi asintió con la cabeza y echó a andar de nuevo, guiándonos hacia el punto en el que había quedado con Trey.
               Cuando llegamos, nos lo encontramos esperándola, dando vueltas de un lado a otro en la acera mientras sostenía en una mano una bolsita de cartón blanco con un lazo rosa; y, en la otra, una cajita de bombones con unas flores.
               Me dio muchísima ternura ver cómo a Mimi se le iluminaba la cara, y me alegré al ver que Trey la correspondía: su tez color café, más oscura que la mía, resplandeció acompañando a su sonrisa cuando la vio aparecer. Mimi apretó el paso hacia él, que hizo lo propio, y cuando quisieron darse cuenta, ambos trotaban en la dirección del otro hasta fundirse en un cálido abrazo.
               -Siento el retraso-le dijo ella tras depositar un casto beso en su mejilla.
               -No te preocupes.
               -¿Llevas mucho esperando?
               -No, no mucho. He llegado un poco pronto, así que no te preocupes. No es tu culpa. Tranquila.
               -Bueno-sonrió Mimi, apartándose el pelo de la cara y mirándolo embobada. Trey también se la quedó mirando así, y por un momento simplemente me limité a disfrutar de la vergüenza y las ganas que se tenían-. Me alegro de que me hayas podido hacer un hueco.
               -Me alegro de que me hayas invitado. ¡Oh! Eh… esto es para ti-dijo, tendiéndole la bolsa con torpeza. Mimi lo miró, impresionada-. Bueno, y esto-añadió, agitando las flores y los bombones-, pero… te lo sujeto mientras abres tu regalo.
               -No tenías que comprarme nada.
               -Pero quería hacerlo.
               Mimi le sonrió, y él le devolvió una sonrisa tímida que me recordó a la que había puesto Alec cuando me había regalado el colgante con mi inicial, antes de que yo le preguntara si era bobo por no regalarme la suya. Me llevé los dedos a la pequeña A y jugueteé con ella mientras Mimi desanudaba el lazo de su bolsa y echaba mano a su interior. Sacó una cajita blanca de Pandora y la abrió.
               -¡Oh! ¡Es precioso, Trey!
               -¿Te gusta de verdad? Porque he metido el ticket regalo por si no te gusta, y que lo cambies por el que quieras.
               -¿Bromeas? ¡Es genial! Me encanta la sirenita. Para una princesa que hay pelirroja-sonrió, y Trey se sonrojó.
               -Bueno, por si acaso, ya le tenía echado del ojo a un charm de un conejo para que siempre lleves a Trufas contigo.
               -Esto es mejor.
               -Me alegro de que te guste.
               -Gracias-ronroneó Mimi, volviendo a abrazarlo. Me fijé en que las caderas de ambos estaban muy juntas al abrazarse, lo cual denotaba muchísima complicidad, y mi sonrisa se ensanchó.
               -Ah, y esto también es para ti-dijo, entregándole los bombones y las flores. Mimi hundió la nariz en las flores, rosas rojas y blancas, y sonrió.
               -Son preciosas. Pero no tenías que molestarte.
               -Me apetecía-dijo él simplemente-. Eh, espera, no te cabe todo eso en el bolso. ¿Quieres que te lo lleve?
               -Si me haces el favor…
               -Sin problema.
               Miré a Alec, que estaba sorprendentemente callado, observando las interacciones con gesto concentrado.
               -¿Te gusta para ella?
               -No lo conozco de nada.
               -Le has prometido ser amable-le recordé, y Alec por fin apartó la vista de su hermana y la clavó en mí.
               -No. Le he prometido que puedo ser amable-sonrió con su oscura Sonrisa de Fuckboy®, y yo me estremecí de pies a cabeza ante las implicaciones que tenía. No puedo decir que no me dejara de gustar del todo que Alec se fuera a hacer el duro con Trey-, no que vaya a serlo.
               -Ven. Quiero presentarte oficialmente-sonrió Mimi, y… ¡le cogió la mano a Trey!
               ¡Que no se la soltó!
               Eleanor y yo intercambiamos una mirada.
               Están liados, le dije sin palabras.
               Definitivísimamente liados, convino mi cuñada mientras mi otra cuñada se acercaba a nosotros con su definitivísimo novio.
               -Si no es por ella-le susurré a Alec-, que sea por mí. No se lo estropees.
               -No lo voy a estropear yo, eso te lo aseguro. Sólo quiero ver si se la merece.
               -¿Y eso lo vas a saber en una tarde?
               -No. Lo voy a saber en una hora-sentenció Alec, y algo en él cambió. No sabría decir qué, pero fue como si el aire a su alrededor se volviera más denso, vibrante. Como si hubieran colocado un escudo invisible a su alrededor.
               -Ya conoces a Eleanor y a Sabrae-dijo Mimi, haciendo un gesto con la mano en dirección a nosotras, que asentimos con la cabeza y les sonreímos. Trey nos dedicó una sonrisa sincera, como si supiera que Alec no iba a ponerle la tarde fácil aunque tuviera esperanzas de equivocarse, y tuviera en nosotras dos aliadas.
               Mimi se apartó el pelo de la cara de nuevo y, entonces, hizo un gesto de la mano en dirección a su hermano.
               -Pero creo que nunca te he presentado a mi hermano, Alec.
               Alec levantó la mandíbula, ganando así un par de centímetros desde los que mirar a Trey como un dios desde su pedestal a un mortal que se postraba ante él.
               -Hola.
               -Al, él es Trey.
               Trey tragó saliva y extendió la mano, que Alec le estrechó con la dignidad de un toro salvaje a punto de entrar al ruedo. Me di cuenta entonces de que Trey no era el único que iba a conocer a alguien nuevo esa tarde; yo ya no tenía ante mí ni a mi novio, ni a Alec Whitelaw, el fuckboy original; ni al gilipollas que había sido durante el resto de mi adolescencia, cuando yo no le soportaba.
               Era Alec Whitelaw, el campeón de boxeo, y quería su revancha.
               -Un buen amigo-explicó Mimi, sonriéndole a Trey de forma tranquilizadora.
               Alec clavó los ojos en las manos de ambos, que volvían a estar entrelazadas.
               -Ya lo veo.
               El momento en el que subió los ojos de nuevo hacia Trey me resultó terrorífico, y me alucinó que éste no diera ni un paso atrás, aunque tampoco se mostró excesivamente desafiante.
               -¿Nos vamos?-preguntó Mimi con nerviosismo, metiéndose entre ambos, y en ese momento volví a cruzar la mirada con Eleanor.
               Esto va a ser divertido, me dijo con los ojos antes de echar a andar tras Mimi.
               Quizá, después de todo, yo no fuera la única a la que le iba a cundir la tarde.


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1 comentario:

  1. Antes que nada darte las gracias por hacerme participe de la dedicatoria. Van tantos años que a veces creo que nací comentándote.
    Pasando a hablar del capítulo tengo que he decir que me he quedado un poco confusa con como has manejado el final del capítulo anterior. La reacción de Alec la veo totalmente lógica y coherente con como es puesto que aunque dije que me gustaba que le hubieras aportado ese matiz de duda a la hora de valorar si volver o no, es mas que logico que se quedaria en eso, una duda.
    Aun asi debo de decir que la confusión viene de preguntarme como se va a dar esa conversación pendiente y como se van a acomodar todos esos pensamientos teniendo en cuenta que Alec realmente si va a volver, sea por las razones que sean.
    Tengo muchas ganas de leer ya como lo resuelves.
    Comentar finalmente que me ha roto un poquito el corazon cuando Sabrae se ha sentido mal con el momento de Mimi y sus padres recordando a los suyos y que el próximos capítulo promete ser divertidísimo porque el puto Alec no va a darle tregua a Trey 😭

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